google-site-verification: googleaa5bbe674fd3abf9.html

Lucas Alonso Escritor

viernes, 30 de octubre de 2015

La doble casa rodante de dos pisos

Nunca olvidare ese día, cuando vimos por primera vez, digo vimos porque estaba con mis amigos de la cuadra, mirando la plaza en donde siempre jugábamos a la pelota y en donde hacía ya trece años, había estado llena de árboles. Yo por mi corta edad no recordaba pero lo sabía por los cuentos de mi abuela.
    No así ahora, que estaba pelada a no ser por el pasto fino como cabello, que permanecía corto, cortísimo, sin que nadie tuviera que preocuparse más por cortarlo.
    Fue ese día que, a media mañana, se oyó el motor.
    Félix, un gran conocedor de esos ruidos, porque su padre es mecánico, dijo, como si el increíble acontecimiento sucediera en cámara lenta:
    —¡Es un Chrysler! 
    En ese momento, tan fuera de tiempo, todos dimos vuelta nuestras cabezas, para ver como, rauda y potente, entraba la increíble camioneta con motor de doce cilindros.
    Se posó frente a nosotros y a nuestro edificio viejo, pero digno, y ocupó todo el centro de nuestra plaza y lugar de juegos.
    No nos sorprendió su presencia, tampoco su fabuloso ruido parecido a la aceleración de avión. Era lo que llevaba enganchado tras de ella y su contenido, también.
    Una hermosa casa rodante de dos pisos con forma de burbuja que, como la camioneta de líneas redondeadas era azul metalizado.
    Los ventanales estaban sin cortinas y dejaban ver a una familia que si no fuera porque ya la camioneta nos decía todo, habríamos jurado que tenía cierto parecido con la del comercial. La única diferencia era que, en ese comercial, la mujer tenía el pelo negro, y estaba junto a un chico de unos diez años, y acá, la mujer llevaba el pelo rubio y vivía con dos chicos pequeños más una chica de nuestra edad, que era rubia como su mamá.
     Todos descansaban en el inmenso remolque de atrás, compuesto por burbujas semitransparentes, ultralivianas. Como lo repetía el comercial casi hasta el hartazgo: ultralivianas, ultralivianas. En su conjunto debían ser, pensé en ese entonces junto con los muchachos, una residencia andante.
    Los días pasaron y nos fuimos acostumbrando a su presencia. La familia ahora vivía en la gran camioneta con remolque en el medio del parque, que repito, era donde jugábamos.
    Para eso se compraban. Uno ya no se preocupaba en caso de perder el trabajo o de querer cambiarlo. No tenia que mudarse. Por eso mismo, todos los días el padre de la familia, a eso de las ocho treinta, salía por la puerta lateral de la Van, que parecía la de un avión, y se iba, valija en mano a trabajar.
    Especulamos con los chicos dónde habría conseguido trabajo este hombre, más en esta época tan difícil, con casi un treinta y tres por ciento de desocupación.
    Pepe había tenido insomnio y había pasado la noche vagando por el barrio. De puro aburrido decidió ver el amanecer. Entonces, vió al padre de familia lo siguió, y después nos contó que trabajaba en la calle Cervantes. 
Pero no nos dio la dirección exacta. Porque, si todavía estaban tomando gente, quería ofrecerse como cadete aunque solo le pagaran mil quinientos por mes.
    Nos conto también que el hombre se llamaba Esteban pues así le dijeron cuando abrieron la puerta de la fábrica:
    —Pase, Esteban.
    No voy a negar que sentí curiosidad de conocer por dentro esa camioneta y, para ser sincero del todo, conocer a su hija mayor. Desde que la vi, me tenía al mejor estilo Pepe: insomne.
    Era la más cercana a mi edad de trece, y por eso, en un nuevo largo desvelo. Se me ocurrió utilizar ese único conocimiento, el nombre de su padre, como un hilo que jalara de la cuerda y que me dejara entrar a esa fantástica camioneta.
    Cada vez que lo veía, le decía:
    —¡Buen día señor Esteban! 
    Esto pareció llegar a oídos de la hija y me hizo quedar como un muchacho muy amable y correcto.
    Desde entonces, podíamos ir a tocar el timbre de la casa rodante y ella salía a jugar con nosotros.
    Como era la única chica en el grupo, recibía gran atención. Hasta que una tarde soleada de invierno, los demás chicos no salieron, para alegría mía. Los dos nos quedamos solos nos conversando toda la tarde. 
    Fue ese mismo día que la hija de Esteban, dueño de la camioneta de casi doscientos mil pesos, de aquella época, me invito a conocer su casa rodante. No les voy a negar que ella, con su hermoso rostro, nos tuviera enamorados a todos y a mí, que no era exactamente el más popular, sino uno de los más callados, fuera el elegido. Me dejo más confundido que cuando vi llegar a la camioneta.
    Cuando estuvimos dentro, se encargó de mostrarme todos los compartimentos. Sus pisos de parqué, su escalera metálica que conducía a la cumbre de la burbuja trasera, al pequeño tercer piso donde teníamos que entrar casi a rastras.
    No me quejé de lo apretados que estábamos.  Ahí estaba el observatorio.  Y no les niego que tampoco paré de subir y bajar por esa escalera, con cualquier excusa. Que tenía que ir al baño, que me había olvidado algo abajo, etcétera. Todo por el solo placer de subir y bajar por la escalera.  
    Estar arriba con esa preciosura era sumamente gratificante. Pero una parte todavía infantil de mí, debía batir el récord de subidas y bajadas, para contarles a los chicos.
    Luego todo se fue transformando en uno de los mejores días de mi vida.
    Los padres dijeron que salían, que la dejaban a cargo de la casa rodante. Entonces nos quedamos en la cúpula a ver el atardecer y ahí le di el primer beso.
    Toda esa noche o hasta que los padres llegaron, estuvimos hablando sobre la vida. Ella, que lo tenía todo o eso parecía, no tenía amigos con tanto viajar, y yo que tenía “nada” pero muchos amigos. 
    Al poco tiempo, partieron. Ese día me levante para despedirlos. Luego me quedé toda esa mañana junto a la pared del garaje, donde siempre nos juntábamos con los chicos.













Lo que uno puede escribir...





Poesía Karate



1 año de radio F.l.i.a



Festival por la Galleguita en el Rockellin.



martes, 27 de octubre de 2015

La Historia Circular


I

Todo comenzó una tarde de domingo cerca del lago. Como se conocía mi gran interés por los ovnis, me preguntaron si estaba enterado de la próxima aparición del globo rojo.
    Con mi gran curiosidad innata, pregunté:
    —¿Qué globo Rojo?
    —Es una esfera de ese color que aparecerá dentro de cinco días, en Villa Vicario —me respondieron.
    No pude salir de mi asombro, y en la conmoción del momento pensé que ya tendría que estar avisando a todo el mundo. O sea a mis conocidos que, luego, lo transmitirían a sus allegados y así, en su momento, lo sabría mucha gente. Hasta pensé en avisar a través de una radio difusora, pero enseguida me di cuenta de que esa idea venía de mi gran emoción.
    No pasaron tres días que, hablando del tema con la gente del pueblo conocí cinco chicos que estaban enterados de los futuros posibles acontecimientos. Era el premio al esfuerzo de haber hablado, durante casi dos jornadas completas, y no desaproveché la oportunidad de seguir informándome.
    Le pregunté a uno que llevaba el pelo largo casi hasta la cintura, al mejor estilo heavy metal. En realidad, tres de ellos tenían el pelo largo, los otros dos corto; uno era rubio, y el otro llevaba anteojos. El heavy comentó:
    —Se trata de una vieja historia del pueblo de Vicario, y es de hace unas décadas. Allí vivía un hombre llamado Narciso, que al parecer era muy malo. No se llevaba bien con los adolescentes. Siempre los amenazaba con que iba a traer el globo rojo —el muchacho luego de acomodarse la larga cabellera prosiguió—. Ellos por supuesto aprovechaban lo dicho por este, para realizarle todo tipo de bromas.
    El muchacho de anteojos siguió con el relato:
    —Parece ser que a él no le importó y siguió con el mismo cuento hasta que, un bendito día, el tal Narciso murió.
    El heavy interrumpiendo al muchacho de anteojos:
    —El pueblo no supo si entristecerse o alegrarse y quedo en silencio con el acontecimiento.
    Luego de dos meses, a mediados de verano, algunos pobladores dijeron que les había parecido ver a Narciso caminando de noche, por el campo. Y la más extraña prueba del suceso fue que al día siguiente, en la mañana y frente a las playas, un gran globo rojo de más de tres metros de diámetro apareció flotando en el aire. Nadie pudo creer lo que fue a contar al pueblo, la gente que caminaba por la playa esa mañana.
    Cuando el tercer muchacho terminó de contar, yo no supe que decir.
    Cierto era que nunca había oído una historia como ésa. Pero tampoco me convencía de que fuera verdad, y también me desilusionaba tal vez no poder concretar mi idea de ver un ovni. Igual les dije que resultaba una historia muy entretenida y ellos, en suma, me dijeron que pensaban del mismo modo. Pero, por pura curiosidad y diversión, también tenían pensado el domingo ir a ver que sucedía en Villa Vicario.
    No voy a negar que me tentara la posibilidad de aventura. Además cuando luego, el de anteojos dijo:
    —¡Muy posiblemente no pase nada! —entendí que esa era una probable verdad, pero aun así sería interesante ir a ver si sucedía algo, y les dije que iría de buena gana.
    Arreglamos que nos encontraríamos los seis, al día siguiente, ahí entre los árboles, frente al mar.
    Al otro día, a media tarde, estábamos todos hablando entusiasmados, hasta que uno de los chicos, el último en llegar y quien, de tan exaltados, no le habíamos dejado decir palabra, comentó:
    —Por la televisión están haciendo un reportaje a una señora que vive en Villa Vicario, y ella cuenta la misma historia que Narciso, y afirma que es verídica.
    El muchacho vivía a pocas cuadras de ahí, y al trote fuimos a ver la entrevista a la señora.
    “Era cierto parecía muy extraño que fuera verdad. Pero ahí estaba la historia del globo rojo en el noticiero”.
    Cuando llegamos a la casa de este muchacho, su madre miraba la TV de la cocina, y nos invitó a sentarnos a la mesa redonda, a ver a esta otra señora que aparecía en televisión contando la historia.
    La de la nota tenía el pelo blanco, y unos setenta años de edad, calculé, mientras miraba el reportaje. Parecía una campesina.
    De fondo, se podían ver unos pastos verde claro, típicos de los campos en las afueras de la ciudad. El periodista era Valentín Branco y preguntaba:
    —¿Pero esta segura, que esa historia es verídica?
    —Le repito que yo misma conocí a Narciso, y fui testigo de una de las apariciones del globo rojo.
    —O sea, que no apareció una sola vez.
    —En ningún momento dije que fuera una sola vez. Por lo menos, cinco veces, si mal no recuerdo.
    —Y dígame… ¿El resto del pueblo cree en Narciso? ¿Toda Villa Vicario cree en la historia del globo rojo?
    La entrevista continuó dando vueltas siempre en torno a lo mismo, y nos aburrimos de verla, aunque estábamos bastante sorprendidos con todo aquello.
    Ya no había más nada que hacer, y nos dispusimos a irnos, pero antes arreglamos con los muchachos que nos encontraríamos el viernes antes de la noche, para salir a tomar algo y dar unas vueltas por el centro.
    Ese mismo viernes, nos encontramos a media tarde en la calle Vitorica. Caminamos un rato por sus angostas veredas, buscando un bar que fuera de nuestro gusto. El mismo tema seguía dando vueltas y por fin arreglamos que en vez de salir y acostarnos tarde, como solíamos hacer, nos iríamos a dormir temprano para levantarnos a las seis en punto y partir hacia Villa Vicario, que se localizaba a unos cuarenta kilómetros.
    Al amanecer, nos encontramos en el borde de la plaza que baja hasta la costa, a un costado de la autopista a Villa Vicario. Yo iba en bicicleta igual que otro de los chicos, mientras dos iban en dos motos y el resto, en un fitito.
    Antes de que saliéramos nos sorprendió la emisora de TV de nuestra ciudad con el reconocido periodista Valentín Branco. Lo miramos asombrados mientras él le decía al camarógrafo que bajara de la camioneta para filmarnos que él nos preguntaría si nuestros preparativos a hora tan temprana del sábado, eran para ir a ver al globo rojo.
    Al parecer sin que nos diéramos cuenta, como ocupábamos una parte de la rotonda de entrada a la ciudad, debíamos de estar llamando la atención: Por eso la camioneta del canal, ávida de noticias sobre el globo rojo y buscando algo para el noticiero de la mañana, se detuvo frente a nosotros.
    Nos quedamos hablando con Valentín Branco durante unos minutos. Nos preguntó a qué nos dedicábamos. Yo dije que era estudiante y ahí me enteré de que tres de los chicos que viajaban en el Fiat 600, tenían una oficina dentro de la Dirección General de Rentas. Una oficina privada, cosa que me extrañó mucho, porque se trataba de un ente estatal. Estos muchachos, el cual uno era el de anteojos, contaron como las ya conocidas privatizaciones habían llegado a eso, y como habían entrado al ente con su pequeña oficina privada, al fondo de un pasillo dentro de una de las dependencias de la empresa estatal. Luego Valentín le dijo al camarógrafo que cortara. Branco parecía muy contento con la nota y ante la emoción de tener ya algo desde tan temprano, arregló con nosotros, que nos seguiría con la camioneta durante los primeros cinco kilómetros para filmar nuestra salida en dirección al pueblo vecino.

II
    
Arrancamos dos en bicicleta, dos en moto y el resto en auto, con la camioneta del canal que nos seguía y nos filmaba.
    Valentín con el micrófono extendido por la ventanilla delantera, iba preguntando qué esperanzas teníamos de ver al globo rojo.
    Enseguida noté que estábamos yendo bastante rápido y que el otro chico de la bicicleta era un verdadero ciclista. No era que yo no supiera andar, porque en verdad me consideraba buen ciclista y  estaba en buen estado. Pero también era cierto que resultaba bastante difícil seguir la marcha de la caravana, y muchas veces me quedé atrás, y tuve que pedalear fuerte para alcanzarlos.
    Valentín fue pasando el micrófono a uno por uno y todos iban opinando yo, como siempre, venía bastante atrás. El, con el micrófono y yo, a puro pedaleo, intentamos acercarnos para que pudiera dar mi opinión al noticiero de la tarde, y cuando pude decir “no sé”, la bicicleta se me movió y estuvo a punto de quedarse debajo de las ruedas traseras de la camioneta.
    Cuando empezamos a pasar ante el parque industrial, la camioneta del canal dio media vuelta en la rotonda y se perdió rumbo a la ciudad.
    Seguí pedaleando con fuerza para seguirles el ritmo a los demás. Uno de los que iban en moto, me propuso que me agarrara de él para no tener que seguir pedaleando. Pero desistí de la propuesta.
    Tenia muy fresco, todavía, el momento que casi había chocado con la camioneta, y preferí seguir como estábamos.
    Ya eran las once, el cielo se veía bastante claro, mientras una nube de smog, como una larga mancha gris, descansaba a baja altura en el cielo turquesa de esa mañana.
    A eso del mediodía, el parque industrial había quedado atrás y, por fin, pudimos volver a ver al mar.
    Paramos a descansar junto a la rambla y nos quedamos a comer unos sándwiches que uno de los muchachos había llevado. Más exactamente, el que nos invitó a ver la TV con su madre, la cual de buena gana, preparó provisiones para cuando paráramos a descansar, camino a nuestra extraña aventura.
    Cerca de donde nos encontrábamos, dos hombres, a quienes en un principio, no dimos la menor importancia, permanecían en la rambla mirando el mar, absortos en una conversación que nos pareció, por lo menos a mí, de lo más profunda. Un rato después, entre risas y carcajadas, terminamos por llamarles la atención nosotros a ellos. Se acercaron y, luego de presentarse, nos preguntaron a dónde nos dirigíamos.
    Enseguida les contamos a dónde íbamos y uno de ellos, el más alto y grandote, de anchos bigotes, preguntó:
    —¿No oyeron hablar sobre el globo rojo?
    Entusiasmados respondimos 
    —¡A eso venimos! 
    Nos pusimos a hablar del tema como si fuera la primera vez, pero en esta ocasión, con dos nuevos integrantes, más adultos que nosotros.
    —Nosotros también vamos a ver el globo rojo, pero  todavía no estamos muy seguros de ir o no —dijo el más flaco y bajo de los dos.
    —Por que, si bien vimos la historia de la señora por TV, pareció una historia de campo, de ésas que se cuentan en los pueblos — agregó el de bigotes.
    Todos concordamos en eso, que no era más que una historia de las que se cuentan en los pueblos, pero uno de los muchachos, en nombre de todos, dijo: 
    —Igual iremos a ver si pasa algo.
    Esto último pareció convencer a los dos hombres. El de bigotes agregó:
    —Somos los dueños de la estación de servicio con parada de ómnibus, que está enfrente de la rambla, del otro lado de la ruta.
    —No queremos hacerles perder más tiempo. Espérennos cinco minutos, que le avisamos al chico que trabaja en la  estación de servicio que nos vamos, y enseguida venimos con un coche —agregó el flaco.
    Los hombres nos resultaron agradables y buena gente, y aceptamos gustosos. También les dijimos que, si tardaban un poco más, no mucho, no se preocuparan que los esperaríamos.
    Cinco minutos después, estábamos otra vez rumbo a Villa Vicario. Ahora, con dos autos, dos motos y dos bicicletas.
    El hombre de bigotes iba del lado del acompañante y no dejaba de gritarnos y animarnos para que los dos ciclistas siguiéramos pedaleando.
    La cosa era que, con este nuevo vehículo y los gritos del hombre de bigotes, estábamos yendo más rápido que antes. Los autos en la ruta pasaban por mi lado, formando bolsas de viento que me obligaban a zigzaguear peligrosamente.
    Luego de una hora y media, pasamos por la terminal ferroviaria cercana a Villa Vicario y el aire fresco, más la ruta que ahora venía un poco en bajada, ayudaron a mis últimos esfuerzos de pedaleo.
    Pasamos por debajo del puente del ferrocarril y salimos a la bajada del pueblo, entrando en las pocas cuadras de ciudad del lado de la playa.
    La mayoría de las casas de Villa Vicario, eran de paredes blancas y tejas rojas, en un bello juego de colores con el verde del campo y el horizonte marino de fondo. Nos dirigimos a una casa y uno de los chicos, el de anteojos, ni bien paramos frente a ella, subió rápido la escalera y abrió la puerta. Todos entramos en la cocina y alguno de los muchachos guardaron cosas en la heladera. Cuando pregunté, un poco en serio, un poco en broma:
    —¿Pensamos quedarnos mucho tiempo?
    —Sí, todo el fin de semana —me respondió el heavy de pelo largo.
    Me sorprendió la noticia, porque el domingo tenía que estudiar. Además de que no había avisado en casa, porque creía que volveríamos el mismo día. Repliqué entonces: 
    —¡Che, podrían haberme avisado!
    Todos, incluidos los dos hombres, que también fueron invitados a la casa, trataron de convencerme de que me quedara. Aparte, no sabíamos si el globo rojo iba a hacer su aparición el sábado o el  domingo.
    Casi me habían convencido, cuando pedí permiso para hablar por teléfono y avisar que no volvería ese día. Me atendió la operadora, y le pedí el número de la remiseria. La chica dijo no sé qué y empezó a dictar rápidamente un número. Entonces pregunté:
    —Disculpe ¿Que ha dicho?
    —¡El número que doy es el correcto! —respondió, como si la sorprendiera mi pregunta. Luego volvió a decir la misma frase incomprensible y a repetir el número de teléfono, tan rápido, que no me dio tiempo para anotar. Entonces le dije:
    —Puede repetirlo, porque de tan rápido que lo dicta no me da tiempo para anotar.
    Cortó y me dejó con el auricular en la mano, oyendo el tono de la línea vacía. Pensé entonces que, de volver a llamar, la telefonista me reconocería la voz y volvería a cortar. Desistí del intento.
    A la casa había entrado alguien más, y una pared me impedía ver quien era, y quise ir a ver si la chica estaba tan buena como decían. Entonces colgué y dejé la llamada para más tarde. Pensé, también, en volver en bicicleta por la ruta. Pero ya media tarde y pronto bajaría el sol y, aunque casi me decidí a salir rápido, supe que no llegaría muy lejos antes de que la noche me atrapara en medio de la ruta. No era miedoso, pero ya estaba bastante asustado con manejar de día, como para ir de noche sin luces, con todos los autos pasándome por al lado.
    Volví a la cocina a ver a esa muchacha. No era muy alta, pero sí muy linda, y hablaba como loro con los chicos explicando no sé qué embrujo para llamar al alma de Narciso, cosa que me pareció muy de mal gusto. En realidad no era esa la razón, sino que no tenía ganas de que lo hicieran. Pero la persona más inquieta del grupo, el hombre de bigotes, bajando unos escalones hasta un patio sin techo que daba a una alta terraza, desde donde se podía ver el horizonte del mar atardeciendo, dijo:
    —Hagámoslo antes de que la noche termine por llegar.
   
III

De ahí en adelante todo pasó muy rápido. La chica se puso junto al hombre y dijo:
    —Yo voy a ser la primera en decir el conjuro.
    Empezó a pronunciar extrañas palabras. Luego pareció como si estuviera poseída, y con gran fuerza empujó primero al hombre de bigotes, que no era pequeño, y empujándolos hacia atrás, golpeó a cada uno de los demás en el pecho.
    A mí no llegó a golpearme, porque me alejé y no pareció verme.
    Luego de eso, con voz rara, la chica dijo:
    —Ahora deben hacerlo los demás.
    —Estoy de acuerdo —dijo el de bigotes junto con algunos muchachos que afirmaron con la cabeza, mientras la única negativa  era la del compañero de bigotes y la mía.
    Ayudados por la chica en el ritual, empezaron con el conjuro. No perdí tiempo y empecé a correr como loco buscando la salida de la casa, porque me daba cuenta de que era un verdadero laberinto. Pero que en mi nerviosismo no podía encontrar una salida.
    Las extrañas frases se oían desde la cocina. Luego de un momento creí entender la forma de la casa, y en eso se oyó un grito terrorífico como si mataran a alguien. No dudé ni un segundo: era la voz del otro hombre, el amigo del de bigotes. Tampoco dudé de la locura colectiva de los que estaban ahí, ni cuál era la causa de ese grito y qué le habían hecho al pobre hombre. Porque no había aceptado repetir el conjuro. No pude seguir sacando conclusiones por que una fuerte voz proveniente del mayor del grupo, dijo —¡Atrapen al muchacho! ¡Atrápenlo!
    Salí corriendo y, de un salto, bajé las escaleras. El de bigotes me seguía de cerca pero tuve la distancia suficiente como para agarrar la bici y salir a la carrera. El hombre corría rápido y estaba a punto de alcanzarme, pero subí y empecé a pedalear por una calle en subida, que la recorrí como si fuera una recta. Pasé por debajo del puente ferroviario y salí a la ruta. Era de noche, estaba muy oscuro, y después de eso no recordé más.
    Cuando desperté, todos me rodeaban, los muchachos y los dos hombres, y dijeron al unísono:
    —¡Sorpresa!
    El terror se apodero de mí. No sabía que me había o que me habían hecho, ni dónde estaba.
    La luz que entraba por una ventana me indicó que era de día y que, posiblemente, estuviera en el hospital. Otra gente conocida también estaba ahí, y eso me tranquilizó. Uno de los chicos, como si yo fuera una especie de héroe, dijo:
    —¡Volviste pedaleando dormido!  
    Todos, hasta algunos conocidos, inclusive, lo confirmaron como si fuera la más pura verdad. Me pareció de lo más extraño que había oído, y entonces dije —¿Cómo que volví pedaleando dormido?
    Me lo repitieron y agregaron que ya estaba comprobado, que me habían encontrado cerca de la entrada de la ciudad el sábado a la noche, dormido y tirado a un costado de la ruta, y que una ambulancia me había llevado al hospital.
    Otra de las cosas que me sorprendieron entre el palabrerío que oí todavía medio dormido, fue que eso había pasado casi cuarenta y ocho horas atrás, y que hoy era lunes.
    Luego de eso, desperté.
    Eran las ocho de la noche y estaba oscureciendo. Me había acostado a las seis de la tarde. Fue uno de los sueños más extraños que jamás he tenido. Dudé un poco, y luego empecé a escribir.











lunes, 26 de octubre de 2015

La Máquina de la Vida version PDF










El Metro de Terciopelo Vol. 13






viernes, 23 de octubre de 2015

Jack



I

En una mañana de primavera, el sol jugaba con las hojas de los árboles cercanos y, en los pastos del bosque, crecían algunas violetas silvestres.
    El día estaba muy luminoso y, mientras contemplaba de pie la naturaleza que lo rodeaba, Jack descansaba a gusto.
    Vivía en paz consigo mismo y un sentimiento de unión con el Universo lo embargaba.
    Era parte del bosque. Su nombre, que aceptó sin condiciones, lo sentía muy parte suya. Estaba orgulloso de él. Orgulloso de tener el mismo nombre que su amigo.
    Dos gorriones se acercaron a sus pies. La primera visita de la mañana. Aceptó la compañía de los gorriones, mientras estos daban pequeños brincos a su alrededor.
    La tarde pasó y siguió en el bosque pues no tenía a dónde ir. Las estrellas aparecieron y unos visitantes surgieron caminando en dirección a Jack.
    Eran dos hombres que, lentamente, y a un paso que se podría llamar esquivo, caminaban hacía donde él se encontraba. Se detuvieron a sólo diez metros. No parecían haberlo visto.
    En el silencio del anochecer, Jack podía escucharlos y, con un poco de perspicacia, cosa propia entre los suyos, notó que el más alto era el mayor. Tenía barba negra y acariciaba su barba como si con eso lo hiciera parecer más inteligente. Luego, guardó su mano izquierda en el bolsillo del enterizo de jean. El otro tenía pelo corto y lacio, llevaba un traje de vestir azul oscuro, camisa blanca a medio desabrochar. No llevaba corbata puesta.
    Por lo que pudo escuchar, el de traje se llamaba Paul y trabajaba en la financiera del pueblo, a unos cinco kilómetros del lugar.
    El hombre con camisa y pelo corto trataba de hacerle entender algo a su compañero:
    —Te digo que ya no tiene familia. Nadie más que un tío millonario que vive en Europa, y no lo ve desde hace años.
    —Pero si… —el otro lo interrumpió haciendo un ademán—. Pero si…
    —Nada. Hace dos años, cuando fue el funeral de su abuelo, aparte de él, todos los que estábamos éramos gente del pueblo.
    Con toda la pinta de montañés, entero de vaquero, barba larga y no muy seguro de la idea de su compadre igual dijo:
    — ¿Cuál es el plan?
    El hombre de traje, a sabiendas de que ya tenía al otro convencido, guardó silencio ante la pregunta. Se acomodó las solapas del traje azul y, como si fuera a dar un discurso de fin de año, se paró bien derecho —Como sabes, lo conozco desde chico, es más, fui a la escuela con él. Nunca soporté su estúpida bondad. Pero… bueno, eso es otra cuestión. Siempre se manejó mal en los negocios —ahora le sonreía a su compañero—. Hasta podríamos estafarlo todo el resto de su vida sin que el chorlito sé diera cuenta.
    —Entonces, ¿no sería mejor que?… —el otro no lo dejó terminar. Lo miró con cara de lobo que encuentra su Caperucita perdida y, cuando vio que su compadre no hacía intento alguno de continuar, se dispuso a seguir. Estaba claro que, si había un jefe, ése era el de traje.           
    —Lo haremos a mi modo, será muy simple. En la oficina tengo los papeles con la herencia, que le hice firmar la semana pasada. Como lo preveía, el muy tonto firmó sin leer. Le dije que eran los últimos documentos de la herencia de su abuelo.
    —¿Está tu nombre en ellos, Paul?
    —Por supuesto, la herencia de todo el campo, con el ganado, la casona… hasta los perros —el otro rió festejando a su compañero.                 
    —Bueno, Henry no te preocupes por tu parte, luego que…
    Un ruido de pasos se escuchó no muy lejos, y el otro se detuvo.
    —¿Escuchaste eso Paul?
   —Sí… será mejor que sigamos mañana a la misma hora. Tú ve por allá y yo volveré por donde vinimos. Hasta mañana, Henry.
    —Hasta mañana, Paul.

II

Despertó con el alba. La mañana se fue despejando con el correr de las horas y Jack siguió en el bosque dándole vueltas a sus pensamientos. Veía la brisa ir y venir, contemplaba a las aves en sus recorridos de árbol en árbol. Se quedó toda la tarde esperando a que volvieran los dos hombres del anterior.
    El primero en llegar fue el hombre de barba, Henry. Salieron las primeras estrellas, los últimos colores solferinos del atardecer desaparecieron y el montañés se puso a dar vueltas por las inmediaciones.
    Por lo visto, no llevaba reloj, y estaba impaciente. Se tocaba la barba, daba grandes pasos por los pastizales.
    Esperó casi media hora, y el otro no aparecía. Cuando llegó, vio que llevaba un traje celeste con la misma camisa del día anterior. Traía un pequeño maletín color café.
     —¡Viniste!
     —No te iba a fallar.
    Luego de hablar algunas banalidades sobre las tareas de aquel día, el hombre de traje se dispuso a seguir con el plan.
    —Los papeles están listos; sólo hubo una pequeña variante —interpuso una mano para que no lo interrumpiera—. Ahora somos tres.
    — ¿Cómo que tres? Pero… ¡En qué va a acabar esto, Paul!
    —Déjame explicarte —el otro hizo un gesto apesadumbrado y afirmativo con su cabeza—. Nunca se me ocurrió que podría suceder esto.
    — ¿Qué?
    —Ayer a la tarde, estaba por traer el original, y una copia de la herencia firmada. Pero, a último momento, la duda me atrapó… y ya sabes cómo es eso…
    —No es buena consejera.
    —Exactamente. Dejé los papeles en el escritorio. Hoy a la mañana llegué a la oficina, y alguien ya había abierto la puerta. La primera persona que se me cruzó por la cabeza fue Carol que podría haber leído los papeles. Cuando entré, estaba haciendo lo que tanto temía,  y me miraba con los papeles en la mano. En ese momento, se me cruzaron mil ideas, pero solo dos soluciones posibles. Una era matarla a ella también. Ya sabes cómo es Carol.
    —Sí, está bien buena.
    —No, tonto, lo que quiero decir es que no es una mujer de muchas vueltas. Enseguida le expliqué todo lo que habíamos planeado. Accedió, si recibía el treinta y tres por ciento de las ganancias del campo.
    —Bueno, como dice el dicho, lo hecho, hecho está. Entonces, ¿cuál es el plan?
    —Ya ideé los últimos detalles con el agregado de Carol. No le va a salir tan barato —dijo, enfatizando las dos últimas palabras, y el otro hizo un gesto como si fuera lo más obvio—. Tendrá que ganarse su parte haciendo de campana en la puerta de la estancia. Llegaremos a las seis de la mañana en tu camioneta. Mientras nosotros recorremos a pie los últimos trescientos metros hasta la casona, ella se quedará en la entrada, con la camioneta en marcha por cualquier imprevisto. Tocaremos la puerta y, cuando nos abra… pasamos como si estuviéramos de visita con la excusa de algún negocio. A la primera oportunidad, a una señal mía, tú le inyectas el veneno. Llevaré una segunda jeringa, por si se complica.
    El montañés, no muy convencido de lo último, igual dijo:
    —Y Jack será historia.
    Los dos rieron, mientras a Jack, le recorría un escalofrío por todo el cuerpo. La víctima era su amigo, el que le había dado un nombre a él, que no tenía ninguno. Debía avisarle. Pero, ¿cómo?
    Mientras los dos hombres se alejaban, arreglando los últimos detalles de su malévolo plan, sintió toda la impotencia que nunca antes habría sentido.   
    Aquella noche, Jack durmió intranquilo y despertó al amanecer con toda la congoja que se puede sentir, cuando se tiene la certeza del peligro que corre un ser querido y nada se puede hacer.
    A media mañana, volvieron los dos hombres trayendo, con mucho esfuerzo, un gran costal. Lo arrastraban por el bosque, y llevaban cada uno unas palas al hombro.
    —¿Dónde? —preguntó el montañés.
    El otro sé acercó a Jack y una sonrisa malévola se le dibujó en el rostro. 
    —Acá.
    —Pero, ¿si lo descubren?
    —No te preocupes por eso. No perdamos más tiempo.
    Durante un buen rato cavaron en el lugar y, poco después, tiraron el pesado costal al pozo.
    Después pusieron una capa de pasto y la única diferencia que se veía era una nueva y pequeña elevación en el terreno. Fuera de eso estaba como antes.   
    Sabía quién estaba en el costal y lloró en silencio…
    A los cinco minutos, el ruido de una camioneta a toda marcha se oyó a lo lejos.  Momentos después, a unos veinte metros de Jack, la camioneta coleaba en la tierra, y frenaba.
    —¡Vamos! ¡Rápido! Todo ha salido mal —gritó una muchacha desde la camioneta.
    Los dos hombres se miraron por un momento y, sin dudar, corrieron rumbo al vehículo, mientras éste salía como había llegado.
    Jack no pudo terminar de entender todo lo que sucedía cuando llegó más gente. Esta vez, un gran auto azul del que bajaron cuatro hombres. Tres de ellos eran oficiales, mientras que el último, llevaba puesto un traje negro y un impermeable encima.
    —La señora Blanck dijo que iban en ésta dirección.
    —Pero yo no creo…
    —Piense una cosa, Fernández, llevaban un costal. ¿Qué cree que llevaban en el costal? —dijo el hombre de impermeable a uno de los oficiales.
    —. Sí ya sé, ya sé—respondió el otro.
    El de impermeable caminó como dudando hacia Jack y su rostro, al ver el nombre, quedó paralizado.
    —¡Vengan, miren esto! —los otros se acercaron y, como fotocopias, quedaron con la misma expresión atónita.
    —¡Busquen por alrededor!
    Con la orden del hombre de impermeable, los tres oficiales, se pusieron a trabajar al momento mientras una traía una pala. Luego de mover un poco la tierra, volvieron todo a su lugar.              
    Como si la obra de los malhechores hubiera tenido cierto sentido y planificación, los cuatro hombres quedaron pensativos.
    Como si hubiera estado preparado por años, el nombre permanecía tallado en el tronco.
    Era su árbol preferido, el lugar del bosque de su niñez. Ahí se sentaba a leer o, simplemente, a escuchar a la naturaleza, y comentaba con su amigo de largas ramas, jugando, tal vez, a que él lo escuchaba.


III

Por muchos años no hubo días como aquellos, en ese bosque del Estado de Colorado.
    Los árboles nunca olvidaron al muchacho que contaba cuentos en voz alta y, cada tanto, le pedían a Jack el único árbol con nombre. Que contara otras cosas de aquel muchacho.
    Cómo, a los seis años, con el cuchillo que su abuelo le había regalado para su cumpleaños, talló en grandes letras su nombre en el frondoso tronco.


















lunes, 19 de octubre de 2015

El Metro de Terciopelo Vol. 12 con Daniela Shulman



lunes, 12 de octubre de 2015

Oro

Como les decía, lo único interesante de esta empresa era que, cuando uno entraba, debía poner en una carpetita cómo era la mitad de su personalidad. La otra mitad quedaba vacía y a futuro criterio de los compañeros de trabajo. Así cuando uno ya fuera conocido dentro de la empresa, estos terceros la completarían. Eso sí, no se podía mentir.
    Todas estas extravagancias eran el resultado de una rara obsesión que tenía el dueño de la empresa por las mitades.
    El hombre, empresario de este pequeño imperio, era bastante tacaño. Tenía a la mitad de los empleados en blanco y les pagaba la mitad del sueldo hasta que, en diciembre, les abonaba las asignaciones pendientes, con la parte adeudada del mismo año. 
    La otra mitad de los empleados, cobraba en negro, uno de ellos, quien les habla.
    El sueldo en negro era entero, más bajo en remuneración que el que cobraba la otra mitad, que estaba en blanco, y sin vacaciones pagas, ni asignaciones familiares.
    La empresa está en la zona de Tigre. El edificio ocupa un predio de una hectárea y media con mucho verde alrededor.
    Se comentaba, que toda esa plata era de una herencia recibida por el dueño, y que por eso actuaba de la extraña forma en que lo hacía.
    Así, antes de entrara a trabajar por primera vez en esta empresa, hay que estudiar un extraño manual. Este consta de cuatro páginas y se le da a cada uno de los postulantes. Ellos ni bien entran a un aula, lo leen durante veinte minutos, para luego dar una lección ante un antiguo empleado.
    Todo esto para ser admitido por la empresa.
    El manual es la explicación de un sistema económico basado en las mitades. En él se cuenta la historia de un pueblo, donde la mitad de los habitantes depende del Estado y cobra un sueldo paupérrimo mientras la otra mitad cobra el equivalente a un doscientos avo de toda la ganancia de las cosechas de un año. Mucho más de lo que ganan los que trabajan para el Estado, pero con un sueldo fluctuante. 
    Como les estaba contando, cuando se daba la lección para entrar a la empresa, sólo se podía leer el manual de cuatro páginas durante un breve lapso de veinte minutos. Tiempo máximo antes de que se nos retiren las hojas de nuestro pupitre, y nos quedáramos charlando con algún otro postulante.
    El empleado más antiguo, muy agradable -he de decir- irá ahora tomando lección.
    Según lo bien que se dé la lección, uno entrará al sector de los trabajadores que estaban en blanco, el más deseado. O, en caso de una mala lección, deberá conformarse con el sueldo de los que trabajan en negro. Uno de ellos quien les habla.
    Lo interesante de esta empresa es que los empleados en negro tenían tareas más variadas, que las de los empleados en blanco. Las de los últimos, son demasiado monótonas. Hasta existe el mito que, una vez, un empleado en blanco llegó a desear estar en negro, pero ese deseo sólo le duró un día.