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Lucas Alonso Escritor

miércoles, 23 de septiembre de 2015

El Hombre Pastilla


Estaba en mi habitación de la planta baja, con la ventana abierta y era la una de la madrugada. La inspiración había alejado al sueño.
    Por la ventana contemplaba el parque del fondo, con mi eterna taza de té. Era el intervalo mientras escribía un relato corto, cuando algo llamó mi atención.
    Dentro del pequeño horizonte del parque hasta la calle, apareció una extraña figura. Estaba a unos cien metros.
    Lo observé un momento:                                     
    “¡Ahí está! ¡Parece una estatua!”, me dije.
    Nunca olvidaré esa escena y recuerdo que, a pesar de lo misterioso, ese ser que todavía no se definía, me trasmitía una sensación de empatía.
    “Cree que yo no lo veo”, pensé y me volví a decir: “No debe de medir más de un metro”.
    Al salir un poco de la alucinación, me di cuenta de que él llevaba una túnica negra, con una línea gruesa horizontal que le cruzaba el rostro redondo, gris metálico… ¡como si fuera una pastilla!
    El farol de la calle me permitía verlo bien y, por un rato, siguió igual.
    Yo desde mi ventana, él a cien metros, junto al farol de la calle, seguimos sin movernos. Fue cuando deduje que no era de este mundo.
    —¡Es un ser astral!—recuerdo que exclamé, alucinado, y estuve a punto de volcar la taza de té.
    Imaginé sus pensamientos. Supuse que debía creer que, como estaba parado junto a una caja de luz, quieto como estatua y de madrugada, nadie lo notaría. También, que, si no fuera por el farol y el pasto corto del parque, no podría verlo tan bien y dudaría de mi cordura.
    Aunque había oído pocas historias sobre este tipo de extraterrestre sabía que, bajo ese traje, había un cuerpo vaporoso. Del mismo modo, sabía que a estos, en particular, les encantaba visitar la Tierra.
    ¡Les gustaba experimentar un mundo de dimensión densa! Se disfrazaban y bajaban como un cohete con sus trajes espaciales y sus rostros redondos y planos.





    Concluí que podía quedarme toda la noche mirándolo y sé que él no se habría movido. Pero me preocupaba que fueran las dos y media, porque tendría que levantarme a eso de las ocho.  
    Fue cuando caí en la cuenta de que él y yo éramos los únicos despiertos.
    ¡El hombre pastilla observa mis movimientos!”, dije para mis adentros y, a pesar del cansancio, supe que no podía preocuparme más por él y por lo que pensara de mí.
    Con respeto hacia el hombre pastilla, bajé la persiana y me fui a dormir. No había dormido media hora, cuando me desperté sobresaltado. Abrí la ventana y vi que seguía ahí.
    Me recorrió un escalofrío.
    No tenía miedo, pero su presencia me daba una sensación de extrañeza. Por un momento, dejé de mirarlo y me acomodé en el escritorio para escribir lo que veía. Entonces razoné que el hombre pastilla, con su gran velocidad, por su condición de ser astral, mientras yo estuviera de espaldas, podía asomarse por la ventana.
    Desistí y regresé a la ventana.
    ¡Ahí estaba!
    Sabía que, según las historias que se contaban de sus apariciones en Estados Unidos, Alemania y otros países, a los hombres pastilla se los consideraba seres inofensivos. Además, en su condición de etéreos, era de suponer que tenían un nivel evolutivo más alto que el nuestro.
    El sueño me vencía y dejé al hombre pastilla libre de hacer lo que quisiera. Eso sí: no me olvidé de cerrar bien la ventana.