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Lucas Alonso Escritor

viernes, 30 de octubre de 2015

La doble casa rodante de dos pisos

Nunca olvidare ese día, cuando vimos por primera vez, digo vimos porque estaba con mis amigos de la cuadra, mirando la plaza en donde siempre jugábamos a la pelota y en donde hacía ya trece años, había estado llena de árboles. Yo por mi corta edad no recordaba pero lo sabía por los cuentos de mi abuela.
    No así ahora, que estaba pelada a no ser por el pasto fino como cabello, que permanecía corto, cortísimo, sin que nadie tuviera que preocuparse más por cortarlo.
    Fue ese día que, a media mañana, se oyó el motor.
    Félix, un gran conocedor de esos ruidos, porque su padre es mecánico, dijo, como si el increíble acontecimiento sucediera en cámara lenta:
    —¡Es un Chrysler! 
    En ese momento, tan fuera de tiempo, todos dimos vuelta nuestras cabezas, para ver como, rauda y potente, entraba la increíble camioneta con motor de doce cilindros.
    Se posó frente a nosotros y a nuestro edificio viejo, pero digno, y ocupó todo el centro de nuestra plaza y lugar de juegos.
    No nos sorprendió su presencia, tampoco su fabuloso ruido parecido a la aceleración de avión. Era lo que llevaba enganchado tras de ella y su contenido, también.
    Una hermosa casa rodante de dos pisos con forma de burbuja que, como la camioneta de líneas redondeadas era azul metalizado.
    Los ventanales estaban sin cortinas y dejaban ver a una familia que si no fuera porque ya la camioneta nos decía todo, habríamos jurado que tenía cierto parecido con la del comercial. La única diferencia era que, en ese comercial, la mujer tenía el pelo negro, y estaba junto a un chico de unos diez años, y acá, la mujer llevaba el pelo rubio y vivía con dos chicos pequeños más una chica de nuestra edad, que era rubia como su mamá.
     Todos descansaban en el inmenso remolque de atrás, compuesto por burbujas semitransparentes, ultralivianas. Como lo repetía el comercial casi hasta el hartazgo: ultralivianas, ultralivianas. En su conjunto debían ser, pensé en ese entonces junto con los muchachos, una residencia andante.
    Los días pasaron y nos fuimos acostumbrando a su presencia. La familia ahora vivía en la gran camioneta con remolque en el medio del parque, que repito, era donde jugábamos.
    Para eso se compraban. Uno ya no se preocupaba en caso de perder el trabajo o de querer cambiarlo. No tenia que mudarse. Por eso mismo, todos los días el padre de la familia, a eso de las ocho treinta, salía por la puerta lateral de la Van, que parecía la de un avión, y se iba, valija en mano a trabajar.
    Especulamos con los chicos dónde habría conseguido trabajo este hombre, más en esta época tan difícil, con casi un treinta y tres por ciento de desocupación.
    Pepe había tenido insomnio y había pasado la noche vagando por el barrio. De puro aburrido decidió ver el amanecer. Entonces, vió al padre de familia lo siguió, y después nos contó que trabajaba en la calle Cervantes. 
Pero no nos dio la dirección exacta. Porque, si todavía estaban tomando gente, quería ofrecerse como cadete aunque solo le pagaran mil quinientos por mes.
    Nos conto también que el hombre se llamaba Esteban pues así le dijeron cuando abrieron la puerta de la fábrica:
    —Pase, Esteban.
    No voy a negar que sentí curiosidad de conocer por dentro esa camioneta y, para ser sincero del todo, conocer a su hija mayor. Desde que la vi, me tenía al mejor estilo Pepe: insomne.
    Era la más cercana a mi edad de trece, y por eso, en un nuevo largo desvelo. Se me ocurrió utilizar ese único conocimiento, el nombre de su padre, como un hilo que jalara de la cuerda y que me dejara entrar a esa fantástica camioneta.
    Cada vez que lo veía, le decía:
    —¡Buen día señor Esteban! 
    Esto pareció llegar a oídos de la hija y me hizo quedar como un muchacho muy amable y correcto.
    Desde entonces, podíamos ir a tocar el timbre de la casa rodante y ella salía a jugar con nosotros.
    Como era la única chica en el grupo, recibía gran atención. Hasta que una tarde soleada de invierno, los demás chicos no salieron, para alegría mía. Los dos nos quedamos solos nos conversando toda la tarde. 
    Fue ese mismo día que la hija de Esteban, dueño de la camioneta de casi doscientos mil pesos, de aquella época, me invito a conocer su casa rodante. No les voy a negar que ella, con su hermoso rostro, nos tuviera enamorados a todos y a mí, que no era exactamente el más popular, sino uno de los más callados, fuera el elegido. Me dejo más confundido que cuando vi llegar a la camioneta.
    Cuando estuvimos dentro, se encargó de mostrarme todos los compartimentos. Sus pisos de parqué, su escalera metálica que conducía a la cumbre de la burbuja trasera, al pequeño tercer piso donde teníamos que entrar casi a rastras.
    No me quejé de lo apretados que estábamos.  Ahí estaba el observatorio.  Y no les niego que tampoco paré de subir y bajar por esa escalera, con cualquier excusa. Que tenía que ir al baño, que me había olvidado algo abajo, etcétera. Todo por el solo placer de subir y bajar por la escalera.  
    Estar arriba con esa preciosura era sumamente gratificante. Pero una parte todavía infantil de mí, debía batir el récord de subidas y bajadas, para contarles a los chicos.
    Luego todo se fue transformando en uno de los mejores días de mi vida.
    Los padres dijeron que salían, que la dejaban a cargo de la casa rodante. Entonces nos quedamos en la cúpula a ver el atardecer y ahí le di el primer beso.
    Toda esa noche o hasta que los padres llegaron, estuvimos hablando sobre la vida. Ella, que lo tenía todo o eso parecía, no tenía amigos con tanto viajar, y yo que tenía “nada” pero muchos amigos. 
    Al poco tiempo, partieron. Ese día me levante para despedirlos. Luego me quedé toda esa mañana junto a la pared del garaje, donde siempre nos juntábamos con los chicos.













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