lunes, 30 de noviembre de 2015
sábado, 28 de noviembre de 2015
Cuento: El Planeta Amarillo
I
En aquel bello planeta de desiertos
extensos y cielos sin nubes, en una de las tantas formaciones rocosas del país
de Kumbu-La, vivía un científico de la abstracción. Morlo era su nombre, y
desde la terraza de arenisca de su casa, observaba los rayos de Alberta que
llegaban a la cueva. Descansaba con una taza de té de cactus, en su mano
derecha delantera. Era un momento de calma y placidez, hasta que una ráfaga de
viento le hizo recordar la fantástica historia de su especie. De aquellos
gráciles seres cuadrúpedos que, en épocas pasadas, corrían por los bajíos de
altos follajes. De aquellas primeras aventuras de los antepasados por los
extensos desiertos de su mundo.
El paisaje hipnotizaba al científico, mientras sacaba la cuenta de que
hacía unos 102.000 giros de Amarillo a Alberta, su pueblo, gracias a una
antigua y venerada civilización galáctica, había tomado conciencia. También, en
el paisaje de la ventana, se veía cientos de unas flores muy particulares.
Morlo sabía que, según antiguas historias, estas flores, habían sido creadas por la misma
civilización, que otrora le diera conciencia a su pueblo. Sabía que esta
civilización, en busca de un destino, había partido rumbo a las estrellas.
El pueblo de Morlo tenía otro legado de esta misteriosa civilización: el
idioma y el nombre de su especie, “Agulares”, palabra que deriva del hecho de
tener cuatro manos, dos delante y dos atrás.
Con el tiempo, al descifrar los antiguos textos, los agulares
aprendieron a crear las flores minerales y de metal. Estas, desde el alba hasta
el crepúsculo, brillan en los horizontes desérticos de Amarillo.
Pero, ¡no crean que los Agulares están solos en esta tierra! Cuentan con
la ayuda de una interesante especie que puebla la gran Galaxia: la especie
humana. Juntos, dan forma a las flores que adornan los paisajes de este mundo
desértico y rocoso.
II
Morlo observaba el paisaje con su
catalejo por las amplias ventanas de arenisca que, de modo natural, se forman
en la roca amarillenta.
¡Había miles de flores!
—Todo tiende a su centro y se estabiliza —dijo en vos alta.
Miró a su última creación: La Flor de Oro y al verla brillar, pensó:
“Mucha luz llega desde Alberta…”.
Por la escalera irregular subía un humano de pelo castaño y le preguntó:
—Sigus… ¿cuál es el número que el cielo dispuso para regir al orden
estelar?
—¡Trece! —respondió el humano que, además era su asistente en la tarea
de crear las flores minerales.
—Si el trece es el número con el
que está construido el Universo, querido Sigus, ¿debemos suponer que son trece
las divisiones del infinito?
—Creo, Morlo, que es probable que sean trece… —respondió de manera escueta el
humano.
Sigus hubiera dado una respuesta mejor, pero sus pensamientos estaban a
una legua de distancia, más precisamente, en el terreno de su casa, donde
experimentaba con algo maravilloso. Pequeños y finos pastos.
“¡Una verdadera alfombra viva!”, pensó orgulloso Sigus, y siguió: “Hice
un verdadero milagro, porque en estado natural, crece muy disperso y despacio”.
Entonces, se preguntó si el diálogo con el científico, que cada veintiocho
vueltas de Amarillo a Alberta, le pagaba su sueldo, no se debería a que, con su
telepatía, el agular sospechaba algo. Sospechaba que su atención estaba en el
experimento de su casa.
—Ya que no me prestas atención, eres libre de irte a tu casa —dijo el
científico de la abstracción, que había leído los pensamientos de su empleado.
El tiempo pago se había cumplido y Sigus, acostumbrado a la telepatía de Morlo, sólo se
creyó en la obligación de despedirse. Como se acostumbraba, saludó al agular
con una mano. Ya en el camino bordeado por las piedras naranja fluorescente,
sus preocupaciones regresaron. Pensaba en su esposa. Ella estaba extasiada con
su experimento, pero a diferencia de él tenía sus propias ideas sobre lo que aún
consideraba magros resultados.
“¡Emma desea comerse el pequeño pasto!”, se dijo Sigus, angustiado, y
dejó su habitual paso tranquilo y comenzó a caminar mas rápido. “Debo hacer lo
imposible para convencerla de que ése no es el destino que he elegido para mi
experimento”, se dijo cuando Alberta con sus rayos solferinos marcó el fin de
aquella jornada.
Llegó a la puerta de su casa de piedra. Un millardo de estrellas se
asomó en el cielo y Emma, al verlo entrar, comentó:
—Cuidaba tu experimento y me
preguntaba, ¿qué vas a hacer con tan rico pasto?
Sigus se sacó el poncho, se
dejó el quitón y confesó:
—Emma, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? No lo veas como un alimento.
Es sólo un experimento... —Ella
lo miró y él prosiguió—: Para algo cobramos un sueldo con el que podemos
comprar vegetales.
Dejó el poncho en el perchero:
—Vayamos al mercado y…
Pero no pudo terminar. Emma entró en un ataque de histeria y a grito
pelado, exclamó:
—¡Los vegetales del mercado no son ni la mitad de nutritivos que los de
tu cultivo! ¡Y estos los tenemos acá, sin
tener que caminar una legua!
—Emma querida, vayamos por partes —dijo un Sigus conciliador y en un
intento de calmarla, agregó —: Salgamos a ver el cielo nocturno…
Su esposa aceptó, no muy convencida, y luego de algunas vueltas, en las
que ordenó enseres, al fin salió a observar el espectáculo del centro galáctico.
Se sentó en el suelo junto a su esposo y, con imaginación, los dos vieron cómo
el millardo de estrellas de múltiples colores hacían las veinte
constelaciones de ramilletes de flores
geométricas. Varias estrellas fugaces cruzaban el firmamento. Un sordo silencio
cubría el cielo y Emma fue la primera en hablar:
—No quiero que pienses que estoy en contra de tu experimento… —Sigus se
ordenó el pelo enrulado, sonrió, la acarició y ella continuó—: Sólo quiero
saber cuál va a ser la finalidad de todo esto…
Miró a su hermosa mujer con cariño y dijo:
—Voy a contarte...
—Soy toda oídos...
—Una vez tuve un sueño. En ese sueño, el mundo aparecía cubierto de los
más deliciosos pastos que alguna vez hayas probado… —sacó su pipa, preparó el
tabaco—: ¡He descubierto una fórmula!
—¿Para qué?
Sigus parpadeó y respondió:
—Para crear alfombras verdes y con ellas, cubrir nuestro desértico
planeta —extendió la mano como si abarcara el horizonte—. ¡Nuestro mundo sería
verde Emma! ¡Todos comeríamos del mejor pasto!
—¡Podríamos volvernos ricos! —exclamó ella.
Sigus supo que lo decía en broma. Rieron juntos, se les quitó un gran
peso de encima y entonces se dijo a sí mismo: “Ahora sé que mi experimento está
en buenas manos…”.
miércoles, 25 de noviembre de 2015
sábado, 21 de noviembre de 2015
Cuento: Catalogador de Galaxias
Fue su decisión. Nadie lo obligó a lo
que a él le daba el mayor de los placeres y que para otros, tal vez fuera una
tortura.
Con su cuerpo de sílice especialmente preparado para la tarea, ahora
trasmite desde los bordes del cúmulo estelar septentrional de la estrella Arcturucs.
Ciento cincuenta años lleva en su labor. Sabe que las reservas de su flujo
de vida, gracias a la tecnología de los Antarianos,
rozan los quinientos mil años. Por otro lado, según él nos contó, sacó la
cuenta de que si catalogaba unas quinientas por cada día de Andrómeda y llenaba
su ficha con todos los datos para luego reenviarla a las cincuenta y tres estrellas
interesadas en su trabajo, tal vez pudiera catalogar cincuenta millones de colosales
galaxias.
Su estación espacial no es muy grande, pero sí lo suficiente como para no
aburrirse. Es de estilo laberinto, en las que uno, aun conociéndolas, puede desaparecer
en sus entrañas por largo tiempo, hasta encontrar de nuevo el camino.
La estación es de forma cilíndrica, de no más de doscientos metros de
largo y treinta de diámetro. Suficiente para tener una centena de recovecos y
habitaciones que, con tecnología holográfica, como los que existen en cualquier
selva de las estrellas interesadas en el proyecto, te hacen sentir en un
pequeño mundo lunar, lleno de vegetación.
Si uno se encontrara ahora mismo en su lugar, como nosotros mismos
podríamos, vería mucha oscuridad desde las ventanas de su cabina preferida. También
cuenta con otras cuatro, en total, cinco, todas diferentes. Pero aunque, en apariencia
son incomparables unas de otras con muebles de culturas muy diferentes, también
son funcionales a la tarea que él lleva a cabo. Para que ustedes se den una
idea de las confluencias culturales entre las cinco cabinas, daremos el
siguiente ejemplo: en una, se ve una manija para beber líquido, en otra de las
cabinas de trabajo, el mismo artilugio es una esfera traslucida, que brilla al
tocarla.
Pero ¿Por qué tanta complejidad y lujo? , podría preguntarse alguien.
Digamos que los interesados son suficientes, y saben lo que los largos
períodos pueden llegar a provocar en la conciencia… En otros términos, para que
quien, en su libre albedrío, ha elegido esta tarea no se vuelva loco y, con
ello, se pierda la misión.
Otro podrá preguntar: ¿Por qué una persona sola en una estación espacial
haciendo este trabajo?
Porque las culturas que introdujeron a esta persona siguieron este flujo
de vida desde años antes de su nacimiento y saben que es la indicada.
Otro integrante de este público eterno y atemporal podrá preguntar
también: Pero ¿Por qué estar solo?
En realidad todos estamos solos en el Universo. Los demás pueden estar
cerca del cuerpo pero separados por años luz de nuestra conciencia. En
definitiva, para que esta persona se concentre más en su tarea y, porque, la
soledad es parte del experimento.
09. X .120. 6574 Fin de
trasmisión...
lunes, 16 de noviembre de 2015
lunes, 9 de noviembre de 2015
El Metro de Terciopelo Vol. 14
En el programa de hoy, nos visitan Juan y Esteban de la banda Bulo. Escuchamos sus temas grabados y tocan unos temas en vivo.
domingo, 8 de noviembre de 2015
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