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Lucas Alonso Escritor

viernes, 10 de febrero de 2017

Cuento del sábado: Anturia

 Anturia








Esa noche, decidió descansar en la costa del lago. Llevaba algunos libros de historia de la comunidad y empezó con uno antiguo que decía:
    “Aprendimos a hacer nuestros instrumentos con la misma sustancia que nos provee de alimento: el agua. Comprendimos que un orden llevado al extremo produciría el peor caos imaginado y, por esa razón, establecimos, el orden del continuo cambio.”
    Sil recordó que este nuevo orden era resultado de haber logrado una armonía entre diferentes ritmos de la naturaleza y que ahora, como a ella le gustaba decir, la relatividad unida a la intuición era el hilo de plata que guiaba su mundo.
    Sabía que cuando sentía una tristeza o una alegría, era la naturaleza la que sentía. Pensó que ahora a raíz de esos cambios, las casas se  construían de forma circular para dejar libre todo lo que no estuviera constituido por sustancias concretas: las ideas y el mismo aire y que, para mantener el orden del continuo cambio, y alterar lo menos posible los sentidos, las casas se pintaban de los mismos tonos con que la naturaleza había pintado su mundo.   
    Cientos de azules diversos como en ningún otro mundo se preocupó por inventar, daban color a un mundo que, para un observador extra planetario, serian todos iguales.
    Estar sola y en silencio, en las costas del lago era uno de sus actividades. Así podía practicar el difícil arte de mantener el silencio, tanto de palabra como de pensamiento, y por eso, cierta gracia particular era parte suya.
    Esta forma de ser también la librara de la preocupación por las confusiones de palabra o de acto ya que muchas veces, el silencio hacía que todo quedara resuelto.
    Los animales de Anturia, al pueblo de Sil, los miraban con atenta curiosidad, observaban su hablar en los momentos justos,  sus alegrías, que, algunas veces, por medio de la risa, los elevaban hasta cierta sensata altura.
    Pero no quisiera crear una falsa idea: a cualquier habitante de este mundo, uno le encontraría cientos de defectos.
    En Anturia existía un dicho: “La música es mejor que cualquier silencio”. Cosa que contradecía sus principios de base. Esto sucedía porque no habían reparado que, por estar adaptados fuera del agua, tenían oídos acostumbrados a una atmósfera distinta.
    Sil conocía las estrellas principales, sabía que cada energía tiene su color, y que cada color tiene su sonido, algunas noches, con el espectrómetro musical de su novio Agmo, y con su conocimiento de la amabilidad de frecuencia, estudiaba las variaciones de luz y sonido.
    Anturia no contaba con naves espaciales. Sil sabía que algún día irían a visitar los cielos estelares. No había prisa por ello. Cuando fuese necesario, como una gran comunidad, emprenderían el largo viaje.
    Recorrió las páginas llenas de dibujos del antiguo libro y continuó leyendo: “Desde muy temprano, los sabios habían predicho que no eran los únicos que habitaban mundos. Ellos decían que en cada estrella debe de existir un mundo. Con respecto al color de su estrella, creían que, por estar tan cerca, no podían admirar su hermoso azul claro, sólo visible desde la lejanía, y cuando el tiempo dijera que el momento de viajar había llegado, los sabios afirmaron que uno de los motivos sería ver desde lejos, el bello color de su estrella.  
    Cerró el libro y se puso a observar los bosques que contrastaban con el firmamento nocturno.
    Eran obra de los jardineros y agricultores que, preocupados en no alterar el medio, a veces, provocaban un alboroto por un incendio o un árbol muerto. Pensó que los jardineros, como cualquiera en su mundo, creían en la existencia de una energía que todo lo une. Desde las moléculas de sus cuerpos hasta las estrellas con lo creado.
    “Mucho tiempo atrás, ellos y los agricultores intentaron comprender las intenciones de esta energía amorosa, y no tardaron mucho en saber que el reino de las plantas estaría feliz de ocupar todas las extensiones de Anturia.”
    Sil se recostó y sonrió ante esa idea.
    La superficie de su mundo montañoso cumplía aquel antiguo deseo, pues estaba cubierta de árboles y demás creaciones del reino vegetal.