Nunca olvidare ese día, cuando vimos por primera vez, digo
vimos porque estaba con mis amigos de la cuadra, mirando la plaza en donde
siempre jugábamos a la pelota y en donde hacía ya trece años, había estado
llena de árboles. Yo por mi corta edad no recordaba pero lo sabía por los
cuentos de mi abuela.
No así ahora, que
estaba pelada a no ser por el pasto fino como cabello, que permanecía corto,
cortísimo, sin que nadie tuviera que preocuparse más por cortarlo.
Fue ese día que, a
media mañana, se oyó el motor.
Félix, un gran
conocedor de esos ruidos, porque su padre es mecánico, dijo, como si el
increíble acontecimiento sucediera en cámara lenta:
—¡Es un
Chrysler!
En ese momento, tan
fuera de tiempo, todos dimos vuelta nuestras cabezas, para ver como, rauda y
potente, entraba la increíble camioneta con motor de doce cilindros.
Se posó frente a
nosotros y a nuestro edificio viejo, pero digno, y ocupó todo el centro de
nuestra plaza y lugar de juegos.
No nos sorprendió
su presencia, tampoco su fabuloso ruido parecido a la aceleración de avión. Era
lo que llevaba enganchado tras de ella y su contenido, también.
Una hermosa casa
rodante de dos pisos con forma de burbuja que, como la camioneta de líneas
redondeadas era azul metalizado.
Los ventanales
estaban sin cortinas y dejaban ver a una familia que si no fuera porque ya la
camioneta nos decía todo, habríamos jurado que tenía cierto parecido con la del
comercial. La única diferencia era que, en ese comercial, la mujer tenía el
pelo negro, y estaba junto a un chico de unos diez años, y acá, la mujer
llevaba el pelo rubio y vivía con dos chicos pequeños más una chica de nuestra
edad, que era rubia como su mamá.
Todos descansaban
en el inmenso remolque de atrás, compuesto por burbujas semitransparentes,
ultralivianas. Como lo repetía el comercial casi hasta el hartazgo: ultralivianas, ultralivianas. En su conjunto debían ser, pensé en ese entonces
junto con los muchachos, una residencia andante.
Los días pasaron y nos fuimos acostumbrando a su presencia. La familia
ahora vivía en la gran camioneta con remolque en el medio del parque, que
repito, era donde jugábamos.
Para eso se compraban. Uno ya no se preocupaba en caso de perder el
trabajo o de querer cambiarlo. No tenia que mudarse. Por eso mismo, todos los
días el padre de la familia, a eso de las ocho treinta, salía por la puerta
lateral de la Van, que parecía la de un avión, y se iba, valija en mano a
trabajar.
Especulamos con los chicos dónde habría conseguido trabajo este hombre,
más en esta época tan difícil, con casi un treinta y tres por ciento de
desocupación.
Pepe había tenido insomnio y había pasado la noche vagando por el
barrio. De puro aburrido decidió ver el amanecer. Entonces, vió al padre de
familia lo siguió, y después nos contó que trabajaba en la calle
Cervantes.
Pero no nos dio la dirección exacta.
Porque, si todavía estaban tomando gente, quería ofrecerse como cadete aunque
solo le pagaran mil quinientos por mes.
Nos conto también que el hombre se llamaba Esteban pues así le dijeron
cuando abrieron la puerta de la fábrica:
—Pase, Esteban.
No voy a negar que sentí curiosidad de conocer por dentro esa camioneta
y, para ser sincero del todo, conocer a su hija mayor. Desde que la vi, me
tenía al mejor estilo Pepe: insomne.
Era la más cercana a mi edad de trece, y por eso, en un nuevo largo
desvelo. Se me ocurrió utilizar ese único conocimiento, el nombre de su padre,
como un hilo que jalara de la cuerda y que me dejara entrar a esa fantástica
camioneta.
Cada vez que lo veía, le decía:
—¡Buen día señor Esteban!
Esto pareció llegar a oídos de la hija y me hizo quedar como un muchacho
muy amable y correcto.
Desde entonces, podíamos ir a tocar el timbre de la casa rodante y ella
salía a jugar con nosotros.
Como era la única chica en el grupo, recibía gran atención. Hasta que
una tarde soleada de invierno, los demás chicos no salieron, para alegría mía.
Los dos nos quedamos solos nos conversando toda la tarde.
Fue ese mismo día que la hija de Esteban, dueño de la camioneta de casi
doscientos mil pesos, de aquella época, me invito a conocer su casa rodante. No
les voy a negar que ella, con su hermoso rostro, nos tuviera enamorados a todos
y a mí, que no era exactamente el más popular, sino uno de los más callados,
fuera el elegido. Me dejo más confundido que cuando vi llegar a la camioneta.
Cuando estuvimos dentro, se encargó de mostrarme todos los
compartimentos. Sus pisos de parqué, su escalera metálica que conducía a la
cumbre de la burbuja trasera, al pequeño tercer piso donde teníamos que entrar
casi a rastras.
No me quejé de lo apretados que estábamos. Ahí estaba el observatorio. Y no les niego que tampoco paré de subir y
bajar por esa escalera, con cualquier excusa. Que tenía que ir al baño, que me
había olvidado algo abajo, etcétera. Todo por el solo placer de subir y bajar
por la escalera.
Estar arriba con esa preciosura era sumamente gratificante. Pero una
parte todavía infantil de mí, debía batir el récord de subidas y bajadas, para
contarles a los chicos.
Luego todo se fue transformando en uno de los mejores días de mi vida.
Los padres dijeron que salían, que la dejaban a cargo de la casa
rodante. Entonces nos quedamos en la cúpula a ver el atardecer y ahí le di el
primer beso.
Toda esa noche o hasta que los padres llegaron, estuvimos hablando sobre
la vida. Ella, que lo tenía todo o eso parecía, no tenía amigos con tanto
viajar, y yo que tenía “nada” pero muchos amigos.
Al poco tiempo, partieron. Ese día me levante para despedirlos. Luego me
quedé toda esa mañana junto a la pared del garaje, donde siempre nos juntábamos
con los chicos.