El arroyo
Romsol venía
apresurado. Estaba inquieto y entonces dijo:
—¡Más rápido! ¡Más rápido! que debemos llegar al lago Trevul,
en lo posible, antes de que atardezca.
Boros no pareció responder al mandato del otro y siguió al
mismo ritmo que llevaba desde hacía un rato. El saetiano no había descansado
bien la noche anterior y aparte sentía que había sido la más larga de toda su
vida. Por eso, mientras que con cada paso se sostenía de la vara que ahora
usaba para no tropezar, siguió al mismo ritmo y solo se preocupó en
contemplar el paisaje que lo rodeaba.
El arroyo que hacia un rato había aparecido como un pequeño
hilo de agua, ahora bajaba bordeado de elevaciones de piedra que formaban un
acantilado. Caía en pendiente pronunciada y tenía unas tumultuosas aguas de
esas que no invitan a nadar.
Boros pensó que el sonido del agua le ayudaba a apurarse y
antes de que el argonita volviera a reprocharle, se apuró hasta ponerse a la
par de los otros dos. Pero el saetiano no tuvo que sufrir mucho más aquel
camino. Pues luego de otros mil metros, la pendiente descendió a una playa de
guijarros.
La tarde todavía no terminaba, pero en ese cielo casi blanco
y como adelanto de esa noche, se comenzaron a notar unos planetas anillados que
por momentos y ante su inmenso poder y belleza, dejaban casi atontados a los
dos visitantes.
—El que quiera tomar agua… —dijo argonita— Acá tiene este
pocillo para beber.
Y le alcanzó a cada uno un pequeño recipiente plateado.
—Gracias —dijo Boros y le devolvió el recipiente mientras
agregaba—: Prefiero nadar un poco a ver si al fin consigo sacarme un poco el
cansancio.
—¡Con cuidado! —exclamó Romsol.
—Yo prefiero beber —acotó el terrestre
y también se adentró un poco en el agua.