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Lucas Alonso Escritor

sábado, 20 de agosto de 2016

Cuento del sábado: Una Construcción Simétrica

 Una Construcción Simétrica




Una construcción simétrica, es un proyecto de producción de  civilizaciones ordenadas, dinámicas e independientes. Este llega a su ciclo final de realización cuando el individuo promedio, puede realizar su máxima iluminación o sea la realización de sus proyectos personales.
    Así lo traduje por mi conocimiento de las tablas cuneiformes que traía por triplicado en documentos a los que nadie, antes de que subiera al avión en Tel-Aviv rumbo a París, debía tener porque estaba en riesgo mi propia vida. El problema era el conocimiento de esta información, pues este primer y extraño párrafo que no sorprenda al lector es el principio de las tablillas recién traducidas, ahora en 2007, del milenario pueblo sumerio, “Pueblo de los cohetes”. Ahora que tenemos las tablillas, sería la mejor traducción. También espero que los gobiernos que recibieron esta información finalmente la den a conocer. Por mi parte, ya la estoy volcando en la red. Pero vayamos paso a paso.
    Si alguna sensación podría definir el sentimiento que en ese momento me embargó, al tener estos documentos, fue de felicidad, con mariposas flotando en mi estomago. Abría deseado que aquel instante nunca acabara, no llegara a su final, y que pudiera, si esto fuera posible, continuar solamente descansando y disfrutando de lo logrado. Pero como quien sabe nadar en aguas turbias, y como quien tiene la certeza de que no debe quedarse demasiado en un mismo lugar. Debía salir. Eso fue lo que hice.
    Tomé un vuelo Tel-Aviv – París y, una vez en el aeropuerto, llamé a Jean Pierre desde mi celular.
    —¡Jean Pierre Jean Pierre! —grité, ni bien logré la comunicación.
    El lector tendrá que comprender que mi alegría estaba en proporción a mi hallazgo, pues era la primera persona conocida con la que hablaba desde hacía, una semana, al menos. Y él respondió:
    —Sí, Max ¿Qué tal el vuelo?
    —¿Te sorprendería si te dijera que de maravilla? Como pocas veces. Siento que vengo con viento de cola.
    —Debo adivinar que las cosas van bien, entonces —dijo Jean con un poco de reproche en la voz. No hice caso a eso, y seguí:
    —Sí, se puede decir que fue una especie de milagro—guardé silencio un momento, sabiendo la reacción que provocaría lo que dije luego:
    —Los dos viejos estarán más que conformes con el resultado…
    —No quiero sonar cursi —dijo entonces Jean—. Pero... ¿tienes los números? ¿Existían esos números que estos viejos locos quieren?
    —Si no me crees, pasa a buscarme por el aeropuerto.
    Jean apenas cortó, con su innata inquietud, salió del castillo que los dos viejos filántropos nos habían dejado como base de operaciones, hasta que termináramos el encargo y, como sabemos, ya estaba concluido.
    Ansioso como es, subió al Citroën y, en dos minutos y poco, recorrió los quinientos metros de bosque que separan al castillo de la autovía. Luego transitó los ciento cincuenta kilómetros hasta el aeropuerto de París. Diré también que no le fue difícil encontrar a su compañero y socio. 
    Jean fue el primero en hablar:
    —¡Ahora no me puedes mentir! —hizo una pausa y me miro con más atención—. Dime… ¡que no aguanto más! ¿Es verdad que conseguiste lo que estos locos piden?
    —Acá están todos los datos —recuerdo que dije, para luego agregar:
    —En forma de disco láser, en forma de papel, fotocopiado, triplicado y en un papel amarillo muy popular allá, que se supone es ultrarresistente.
    Como si su equipo preferido de fútbol, el Inter de Milán, estuviera a punto de meter un golazo, Jean se agachó un poco con las intenciones de empezar a saltar, y así lo hizo, mientras decía: 
    —¡Nos hicimos acreedores de 200.000 Euros!
   —Sí, Jean —fue mi corta respuesta, mientras le daba unas palmaditas en la espalda—. Aunque no lo creas —y cansado por el viaje, terminé diciendo, para calmar la ansiedad de mi amigo y socio:                  
    —Vamos a buscar el auto que, mientras manejás, te cuento.
    Emprendimos el viaje hacia el castillo que, como les dije, nos habían asignado como centro de operaciones para la misión y, que conseguimos con Jean al responder al aviso que apareció en el periódico: “Se buscan expertos en arqueología para viaje de investigación a Medio Oriente”. 
    Los dos, sorprendidos, al ver el anuncio, solo teníamos la misma afición por el tema y algún que otro conocimiento. Nos percatamos de la poca idea que teníamos de arqueología. Al mismo tiempo, los dos estábamos con poco trabajo y teníamos un alquiler compartido a medias que pagar a fin de mes. Al menos estábamos dispuestos a ir a averiguar de qué se trataba.
    Nada más importante teníamos que hacer esa mañana, que cosa insólita, nos habíamos levantado ocho y quince. Entonces, respondimos al anuncio, y a las 10:00 en punto, estábamos en el castillo.
    Como les decía cuando todo había terminado y Jean pasó a buscarme por el aeropuerto, comentó con su típica excitación:                      — ¡Tenemos que llamar para avisarles!
     —Ya habrá tiempo para eso —recuerdo que dije y entonces agregué:
    —Ahora déjame que siga con mi relato: cuando bajé en Tel-Aviv me sentía tan improvisado como lo estuvimos desde el principio. Sin una idea mejor, me dirigí al museo donde se exponen los manuscritos del Mar Muerto. No te negaré que me sentí un agente secreto al mejor estilo 007. Sin mi inglés fluido, la misión simetría hubiera sido un rotundo fracaso. Pero, vayamos por partes. Como sabes no soy hombre de muchas vueltas.
    Jean lo confirmó y continúe:
    —Cuando llegué a Tel-Aviv, decidí que el alojamiento lo dejaría para más tarde. En busca de alguna buena idea que me sacara del atolladero en que ya me veía, fui directamente al museo, a ver los rollos del Mar Muerto.
    Me quedé mirando desde la pasarela el largo tubo que los contiene. Pero no fue necesario que pensara, o que siguiera guiándome, como hasta entonces, por la intuición. El Universo ya me estaba dando una pista.
    —¡La Creación nos guiará si nuestro camino es el correcto! —dijimos los dos al unísono, la frase de costumbre, mientras entrabamos en la autovía.
    Luego continué:
    —Delante del tubo que contiene los rollos, había un hombre de camisa blanca, pantalón negro, no muy alto, calvo, de gruesos bigotes y mirada profunda. Mientras se acercaba con las manos en los bolsillos, dijo: ¡No creo que pueda descifrar nada desde esa distancia! en referencia a los dos metros y poco que separan los rollos del público. Le repliqué:
    —¡No se preocupe. De ser necesario tengo binoculares!
    Luego me preguntó qué hacía en Tel-Aviv, pues se había dado cuenta de que era turista.
    —¡En conclusión! —dijo Jean.
    Continué:                             
    —Terminamos fuera del museo, en un café, conversando. Ahí fue cuando me enteré de que Omar era palestino y… oh casualidad…
    —No sé lo que dirás, pero es increíble que las cosas se fueran dando de esta manera —afirmé lo dicho por Jean y seguí:
    —Él tenía conocimientos sobre lo que estábamos buscando. Omar pertenece a una sociedad teosofísta —con cierta hilaridad, agregué:
    —No hace falta que te diga, Jean, lo que una honesta borrachera, puede llevarte a hacer.
    —Más a ti, que te ilumina el cerebro, como dices— agregó Jean.
    —Esa misma noche, con el riesgo de echar todo a perder, le confié la misión.
    Decidimos a media noche que lo mejor sería viajar a Jordania, a ver a un amigo de Omar que había regresado de Irak. Acá tendré que hacer una pausa, querido amigo— dije, mirando a mi socio con una emoción que me obstruía la garganta. Jean asintió y, entonces, pude continuar, mientras sentía en el rostro el viento que producía la velocidad del vehículo en la autopista— ¡Todavía no puedo creer que las cosas se hayan dado de esta manera! Esto es una comprobación que nos está dando el Universo ¡No puede ser de otra forma, Jean!
    —Perfecto, pero continúa— dijo mi impaciente compañero.
    —El amigo de Omar venía, ni más ni menos, de la mítica ciudad de Ur. Esto nos ahorró el trabajo de pagar a una persona la mitad de toda la ganancia, como habíamos quedado —Jean volvió a afirmar y seguí con el relato—. Sin contar el trabajo de adentrarse en Irak. Seguir el rastro de alguna de las supuestas veinte copias que, se dice, existen de los documentos de los dioses.
    Bien recordaba la pista que los dos viejos nos dejaron cuando llegamos al castillo. Que de las cinco que, seguramente, se perdieron en la guerra y que se encontraban en Bagdad, y si descontamos las que por error, ignorancia y sin saber su contenido, hubieran sido destruidas junto con los museos de Bagdad, por las tropas de ocupación— hice una pausa y continué—. Según los informantes de estos dos ricos filántropos, ningún gobierno estuvo ni está, en la búsqueda de los documentos. Las restantes, dicen ellos, deben estar en la milenaria ciudad de Kis, en Ur o en Babilonia.
    No fue necesaria la búsqueda. Delante de mí, tenía a la persona indicada. Un arqueólogo sirio que, con su equipo de excavación, había trabajado en la ciudad de Ur.
    En su Zigurat encontraron, sin duda; la información que a nosotros nos habían pedido.
   —A esa altura, supongo —agregó Jean—; mandaste el mail que decía: “Vamos por buen camino”
    —Sí, más precisamente, estábamos yendo por la ruta del desierto que une Tel-Aviv y Damasco. Fue antes de encontrarnos con el amigo de Omar, cuando, luego de tomar confianza, pude acercarme a las láminas con las fotos en escala 1:1.
    “Caí en la cuenta por las traducciones de las tablillas cuneiformes, y por el estudio que hicimos de ellas en el castillo, que ahí, precisamente, estaba la información que estos viejos locos nos habían mandado buscar.”                  
    Hice una nueva pausa mientras doblamos por una curva cerrada              —Te digo, Jean, que la cerveza, más el último licor que bebimos antes de decidir con Omar ir directo a Jordania, pagando un taxi a medias, me subió cuando estuvimos en la casa del arqueólogo. Ahí enfrente tenía al amigo de Omar, y con la mente… digamos, adelantada al tiempo por el alcohol, fue que pude leer las intenciones de estas dos buenas personas. Supe, entonces, que podríamos formar un equipo.
    Decidí esperar al otro día y, con la mente más despejada, seguir con el plan. Antes, agradecí al arqueólogo por mostrarme los hallazgos que habían realizado. Ya sabés como es la hospitalidad árabe. Me invitaron a quedarme. Me tendieron unas mantas en el living comedor, donde descansé y repuse fuerzas.
    A la mañana siguiente, luego de un té árabe, conversamos sobre las implicaciones de estos documentos. Enseguida noté en los ojos del amigo de Omar, cierto recelo por los manuscritos. Por un momento pensé que el plan podía echarse a perder. Entonces, mientras terminábamos nuestro té, guardé silencio por un rato.
    Los tres quedamos callados, contemplando el jardín delantero de la casa, con los dátiles movidos por el viento.
    Todavía no habíamos hablado nada con el amigo de Omar, con respecto a que yo necesitaba. Tampoco era tan absurdo su recelo, ya que había regresado de Irak hacía solo dos meses, en diciembre de 2007, con todo lo que ello conllevaba.
    Gracias a un buen silencio supe, que tiempo y espacio me eran propicios y, ofrecí 15.000 Euros por una copia. Le dije, también, que si aceptaba la oferta, tendría que llevarla esa misma noche. Esto último porque empecé a percibir que tenían cierta importancia… Repito, que cierta importancia que todavía nosotros no llegamos a comprender.
    No fue fácil convencer al arqueólogo. Omar hizo silencio y nos dejó que negociáramos. Al arqueólogo le hice ver que lo mejor sería llevarlos al Viejo Continente. Publicarlos en todos los medios, y que la gente se enterase de la verdadera historia de la humanidad.
    En esta parte no estuve muy seguro de haber sido honesto y, me dije, para no traicionar mi conciencia, que luego vería la forma de hacer realidad lo que estaba prometiendo. Entre tanto palabrerío, el arqueólogo entrevió la sinceridad de mis intenciones y accedió.
    Supe, entonces, que debía tomar el primer vuelo de regreso a Francia, a más tardar al otro día y cuanto mas temprano mejor. Eso fue lo fácil. El problema fue explicarle luego, a solas a Omar, que todavía no contaba con el dinero, pero que los dos debían confiar en mí, porque era hombre de palabra. Si así lo creía, él por supuesto. Ni bien nos pagaran a nosotros, así le dije a Omar, le mandaría la plata. 
    —¡Contaste todo lo de filántropos locos! —dijo Jean con media sonrisa.
    —Sí, le ofrecí con toda humildad, otros 5000 Euros más el pago del taxi de vuelta. Esto último, el costo del taxi, por adelantado por supuesto, por el favor de haberme presentado a su amigo, y por el trabajo de convencerlo.
    — ¡Lo lograste! —dijo Jean alegre y nervioso.
    Le respondí golpeando el maletín, y continúe:
    —¡Por eso, ahora debemos mandar 20.000, ni bien paguen!
    Sin dudar marqué en mi celular el número que me habían dejado los filántropos. Enseguida llegó la comunicación satelital.
    —Hola, señor Thomas. Sí, lo reconocí por la voz.  Le tengo buenas noticias: estamos yendo para el castillo y tenemos lo que ustedes pidieron. Sí, sí los mismos documentos, las formulas matemáticas que usted me había mencionado. En media hora, bueno entonces eso me da tiempo para darme un baño en su castillo. Sí… mantengo el buen sentido del humor. Hasta luego, señor.
    Todo esto le conté a mi buen amigo Jean. Así, ni bien llegamos al castillo me di un buen baño y, el timbre sonó dos veces. Bajamos apresurados. Afuera se veía el auto de los dueños.
    Un negro sedán con chofer incluido, sumamente pulido. Los dos viejos, con una gran sonrisa, bajaron alegres por las puertas traseras.
    —Señor Thomas —dije, mirando al que descendió por el lado del conductor.
    —Mi querido e intrépido caballero —respondió y agregó: trajo el Tetramenitrón, pieza única de esta humanidad.
    —¡El documento que dejaron los dioses, para instruirnos en la creación de civilizaciones! —dijo enseguida el otro caballero, mientras terminaba de cerrar la otra puerta del auto.
    —Sí.
    Luego de una pausa, el señor Thomas agregó:
    —Señores, acá nos separamos. Pero antes, acá tienen el pagó por su trabajo.
    Nos extendió dos sobres con números de cuenta. 
    —¿Para retirar por ventanilla?
    —Sí, exactamente y arrivederci —respondió por ultimo el señor Thomas.
    Así nos separamos, como cuatro caballeros. Pero con un poco de sospecha, mutua entre ambos pares.
    De vuelta en la autovía y en el Citroën, Jean preguntó:
    —¿No tienes miedo que estos viejos nos manden a matar?                     
    —Pensé en eso…—miré a mi amigo y, con la seriedad del momento, continué—. Mandé una copia de los documentos a nueve embajadas indicando cómo llegar al castillo. Y, ahora, lo primero es hacer una transferencia de 20.000 Euros a una cuenta en Tel-Aviv.
    Entonces, Jean me miró, puso su mano en forma de gatillo, y simulando una pistola, me disparó con el dedo.
    Esto me recuerda un dicho “Puedes meter la cabeza en la boca del león, pero no te olvides de sacarla antes de que la cierre” También pensé: “Todo esto puede que sea un trabajo de la conciencia de esta civilización. Para buscar sus equívocos, sus principios existenciales”.
    París ya se perfilaba en la distancia.