sábado, 24 de marzo de 2018
Cuento del sábado: El Planeta Amarillo
I
En aquel bello planeta
de desiertos extensos y cielos sin nubes, en una de las tantas formaciones
rocosas del país de Kumbu-La, vivía un científico de la abstracción. Morlo era
su nombre, y desde la terraza de arenisca de su casa, observaba los rayos de
Alberta que llegaban a la cueva. Descansaba con una taza de té de cactus, en su
mano derecha delantera. Era un momento de calma y placidez, hasta que una
ráfaga de viento le hizo recordar la fantástica historia de su especie. De
aquellos gráciles seres cuadrúpedos que, en épocas pasadas, corrían por los
bajíos de altos follajes. De aquellas primeras aventuras de los antepasados por
los extensos desiertos de su mundo.
El paisaje hipnotizaba al científico,
mientras sacaba la cuenta de que hacía unos 102.000 giros de Amarillo a
Alberta, su pueblo, gracias a una antigua y venerada civilización galáctica,
había tomado conciencia. También, en el paisaje de la ventana, se veía cientos
de unas flores muy particulares. Morlo sabía que, según antiguas historias,
estas flores, habían sido creadas por la
misma civilización, que otrora le diera conciencia a su pueblo. Sabía que esta
civilización, en busca de un destino, había partido rumbo a las estrellas.
El pueblo de Morlo tenía otro legado de
esta misteriosa civilización: el idioma y el nombre de su especie, “Agulares”,
palabra que deriva del hecho de tener cuatro manos, dos delante y dos atrás.
Con el tiempo, al descifrar los antiguos
textos, los agulares aprendieron a crear las flores minerales y de metal.
Estas, desde el alba hasta el crepúsculo, brillan en los horizontes desérticos
de Amarillo.
Pero, ¡no crean que los Agulares están
solos en esta tierra! Cuentan con la ayuda de una interesante especie que
puebla la gran Galaxia: la especie humana. Juntos, dan forma a las flores que
adornan los paisajes de este mundo desértico y rocoso.
II
Morlo observaba el
paisaje con su catalejo por las amplias ventanas de arenisca que, de modo
natural, se forman en la roca amarillenta.
¡Había miles de flores!
—Todo tiende a su centro y se estabiliza
—dijo en vos alta.
Miró a su última creación: La Flor de Oro y
al verla brillar, pensó: “Mucha luz llega desde Alberta…”.
Por la escalera irregular subía un humano
de pelo castaño y le preguntó:
—Sigus… ¿cuál es el número que el cielo
dispuso para regir al orden estelar?
—¡Trece! —respondió el humano que, además
era su asistente en la tarea de crear las flores minerales.
—Si
el trece es el número con el que está construido el Universo, querido
Sigus, ¿debemos suponer que son trece las divisiones del infinito?
—Creo, Morlo, que es probable que sean
trece… —respondió de manera escueta el
humano.
Sigus hubiera dado una respuesta mejor,
pero sus pensamientos estaban a una legua de distancia, más precisamente, en el
terreno de su casa, donde experimentaba con algo maravilloso. Pequeños y finos
pastos.
“¡Una verdadera alfombra viva!”, pensó
orgulloso Sigus, y siguió: “Hice un verdadero milagro, porque en estado
natural, crece muy disperso y despacio”. Entonces, se preguntó si el diálogo
con el científico, que cada veintiocho vueltas de Amarillo a Alberta, le pagaba
su sueldo, no se debería a que, con su telepatía, el agular sospechaba algo.
Sospechaba que su atención estaba en el experimento de su casa.
—Ya que no me prestas atención, eres libre
de irte a tu casa —dijo el científico de la abstracción, que había leído los
pensamientos de su empleado.
El tiempo pago se había cumplido y
Sigus, acostumbrado a la telepatía de
Morlo, sólo se creyó en la obligación de despedirse. Como se acostumbraba,
saludó al agular con una mano. Ya en el camino bordeado por las piedras naranja
fluorescente, sus preocupaciones regresaron. Pensaba en su esposa. Ella estaba
extasiada con su experimento, pero a diferencia de él tenía sus propias ideas
sobre lo que aún consideraba magros resultados.
“¡Emma desea comerse el pequeño pasto!”, se
dijo Sigus, angustiado, y dejó su habitual paso tranquilo y comenzó a caminar
mas rápido. “Debo hacer lo imposible para convencerla de que ése no es el
destino que he elegido para mi experimento”, se dijo cuando Alberta con sus
rayos solferinos marcó el fin de aquella jornada.
Llegó a la puerta de su casa de piedra. Un
millardo de estrellas se asomó en el cielo y Emma, al verlo entrar, comentó:
—Cuidaba tu experimento y me preguntaba,
¿qué vas a hacer con tan rico pasto?
Sigus se sacó el poncho, se dejó el quitón y
confesó:
—Emma, ¿cuántas veces tengo que decírtelo?
No lo veas como un alimento. Es sólo un experimento... —Ella lo miró y él prosiguió—: Para algo
cobramos un sueldo con el que podemos comprar vegetales.
Dejó el poncho en el perchero:
—Vayamos al mercado y…
Pero no pudo terminar. Emma entró en un
ataque de histeria y a grito pelado, exclamó:
—¡Los vegetales del mercado no son ni la
mitad de nutritivos que los de tu cultivo!
¡Y estos los tenemos acá, sin tener que caminar una legua!
—Emma
querida, vayamos por partes —dijo un Sigus conciliador y en un intento de
calmarla, agregó —: Salgamos a ver el cielo nocturno…
Su esposa aceptó, no muy convencida, y
luego de algunas vueltas, en las que ordenó enseres, al fin salió a observar el
espectáculo del centro galáctico. Se sentó en el suelo junto a su esposo y, con
imaginación, los dos vieron cómo el millardo de estrellas de múltiples colores
hacían las veinte constelaciones de
ramilletes de flores geométricas. Varias estrellas fugaces cruzaban el
firmamento. Un sordo silencio cubría el cielo y Emma fue la primera en hablar:
—No quiero que pienses que estoy en contra
de tu experimento… —Sigus se ordenó el pelo enrulado, sonrió, la acarició y
ella continuó—: Sólo quiero saber cuál va a ser la finalidad de todo esto…
Miró a su hermosa mujer con cariño y dijo:
—Voy a contarte...
—Soy toda oídos...
—Una vez tuve un sueño. En ese sueño, el
mundo aparecía cubierto de los más deliciosos pastos que alguna vez hayas
probado… —sacó su pipa, preparó el tabaco—: ¡He descubierto una fórmula!
—¿Para qué?
Sigus parpadeó y respondió:
—Para crear alfombras verdes y con ellas,
cubrir nuestro desértico planeta —extendió la mano como si abarcara el
horizonte—. ¡Nuestro mundo sería verde Emma! ¡Todos comeríamos del mejor pasto!
—¡Podríamos volvernos ricos! —exclamó ella.
Sigus supo que lo decía en broma. Rieron
juntos, se les quitó un gran peso de encima y entonces se dijo a sí mismo:
“Ahora sé que mi experimento está en buenas manos…”.
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