Jack
I
En una mañana de primavera, el sol
jugaba con las hojas de los árboles cercanos y, en los pastos del bosque,
crecían algunas violetas silvestres.
El día estaba muy luminoso y, mientras contemplaba de pie la naturaleza
que lo rodeaba, Jack descansaba a gusto.
Vivía en paz consigo mismo y un sentimiento de unión con el Universo lo
embargaba.
Era parte del bosque. Su nombre, que aceptó sin condiciones, lo sentía
muy parte suya. Estaba orgulloso de él. Orgulloso de tener el mismo nombre que
su amigo.
Dos gorriones se acercaron a sus pies. La primera visita de la mañana.
Aceptó la compañía de los gorriones, mientras estos daban pequeños brincos a su
alrededor.
La tarde pasó y siguió en el bosque pues no tenía a dónde ir. Las
estrellas aparecieron y unos visitantes surgieron caminando en dirección a
Jack.
Eran dos hombres que, lentamente, y a un paso que se podría llamar
esquivo, caminaban hacía donde él se encontraba. Se detuvieron a sólo diez
metros. No parecían haberlo visto.
En el silencio del anochecer, Jack podía escucharlos y, con un poco de
perspicacia, cosa propia entre los suyos, notó que el más alto era el mayor. Tenía
barba negra y acariciaba su barba como si con eso lo hiciera parecer más
inteligente. Luego, guardó su mano izquierda en el bolsillo del enterizo de
jean. El otro tenía pelo corto y lacio, llevaba un traje de vestir azul oscuro,
camisa blanca a medio desabrochar. No llevaba corbata puesta.
Por lo que pudo escuchar, el de traje se llamaba Paul y trabajaba en la
financiera del pueblo, a unos cinco kilómetros del lugar.
El hombre con camisa y pelo corto trataba de hacerle entender algo a su
compañero:
—Te digo que ya no tiene familia. Nadie más que un tío millonario que
vive en Europa, y no lo ve desde hace años.
—Pero si… —el otro lo interrumpió haciendo un ademán—. Pero si…
—Nada. Hace dos años, cuando fue el funeral de su abuelo, aparte de él,
todos los que estábamos éramos gente del pueblo.
Con toda la pinta de montañés, entero de vaquero, barba larga y no muy
seguro de la idea de su compadre igual dijo:
— ¿Cuál es el plan?
El hombre de traje, a sabiendas de que ya tenía al otro convencido,
guardó silencio ante la pregunta. Se acomodó las solapas del traje azul y, como
si fuera a dar un discurso de fin de año, se paró bien derecho —Como sabes, lo
conozco desde chico, es más, fui a la escuela con él. Nunca soporté su estúpida
bondad. Pero… bueno, eso es otra cuestión. Siempre se manejó mal en los
negocios —ahora le sonreía a su compañero—. Hasta podríamos estafarlo todo el
resto de su vida sin que el chorlito sé diera cuenta.
—Entonces, ¿no sería mejor que?… —el otro no lo dejó terminar. Lo miró con cara de lobo que encuentra su
Caperucita perdida y, cuando vio que su compadre no hacía intento alguno de
continuar, se dispuso a seguir. Estaba claro que, si había un jefe, ése era el
de traje.
—Lo haremos a mi modo, será muy simple. En la oficina tengo los papeles
con la herencia, que le hice firmar la semana pasada. Como lo preveía, el muy
tonto firmó sin leer. Le dije que eran los últimos documentos de la herencia de
su abuelo.
—¿Está tu nombre en ellos, Paul?
—Por supuesto, la herencia de todo el campo, con el ganado, la casona…
hasta los perros —el otro rió festejando a su compañero.
—Bueno, Henry no te preocupes por tu parte, luego que…
Un ruido de pasos se escuchó no muy lejos, y el otro se detuvo.
—¿Escuchaste eso Paul?
—Sí… será mejor que sigamos mañana a la misma hora. Tú ve por allá y yo
volveré por donde vinimos. Hasta mañana, Henry.
—Hasta mañana, Paul.
II
Despertó con el alba. La mañana se fue
despejando con el correr de las horas y Jack siguió en el bosque dándole
vueltas a sus pensamientos. Veía la brisa ir y venir, contemplaba a las aves en
sus recorridos de árbol en árbol. Se quedó toda la tarde esperando a que
volvieran los dos hombres del anterior.
El primero en llegar fue el hombre de barba, Henry. Salieron las
primeras estrellas, los últimos colores solferinos del atardecer desaparecieron
y el montañés se puso a dar vueltas por las inmediaciones.
Por lo visto, no llevaba reloj, y estaba impaciente. Se tocaba la barba,
daba grandes pasos por los pastizales.
Esperó casi media hora, y el otro no aparecía. Cuando llegó, vio que
llevaba un traje celeste con la misma camisa del día anterior. Traía un pequeño
maletín color café.
—¡Viniste!
—No te iba a fallar.
Luego de hablar algunas banalidades sobre las tareas de aquel día, el
hombre de traje se dispuso a seguir con el plan.
—Los papeles están listos; sólo hubo una pequeña variante —interpuso una mano para que
no lo interrumpiera—. Ahora somos tres.
— ¿Cómo que tres? Pero… ¡En qué va a acabar esto, Paul!
—Déjame explicarte —el otro hizo un gesto apesadumbrado y afirmativo con
su cabeza—. Nunca se me ocurrió que podría suceder esto.
— ¿Qué?
—Ayer a la tarde, estaba por traer el original, y una copia de la
herencia firmada. Pero, a último momento, la duda me atrapó… y ya sabes cómo es
eso…
—No es buena consejera.
—Exactamente. Dejé los papeles en el escritorio. Hoy a la mañana llegué
a la oficina, y alguien ya había abierto la puerta. La primera persona que se
me cruzó por la cabeza fue Carol que podría haber leído los papeles. Cuando
entré, estaba haciendo lo que tanto temía,
y me miraba con los papeles en la mano. En ese momento, se me cruzaron
mil ideas, pero solo dos soluciones posibles. Una era matarla a ella también.
Ya sabes cómo es Carol.
—Sí, está bien buena.
—No, tonto, lo que quiero decir es que no es una mujer de muchas vueltas.
Enseguida le expliqué todo lo que habíamos planeado. Accedió, si recibía el
treinta y tres por ciento de las ganancias del campo.
—Bueno, como dice el dicho, lo hecho, hecho está. Entonces, ¿cuál es el
plan?
—Ya ideé los últimos detalles con el agregado de Carol. No le va a salir
tan barato —dijo, enfatizando las dos últimas palabras, y el otro hizo un gesto
como si fuera lo más obvio—. Tendrá que ganarse su parte haciendo de campana en
la puerta de la estancia. Llegaremos a las seis de la mañana en tu camioneta.
Mientras nosotros recorremos a pie los últimos trescientos metros hasta la
casona, ella se quedará en la entrada, con la camioneta en marcha por cualquier
imprevisto. Tocaremos la puerta y, cuando nos abra… pasamos como si estuviéramos
de visita con la excusa de algún negocio. A la primera oportunidad, a una señal
mía, tú le inyectas el veneno. Llevaré una segunda jeringa, por si se complica.
El montañés, no muy convencido de lo último, igual dijo:
—Y Jack será historia.
Los dos rieron, mientras a Jack, le recorría un escalofrío por todo el
cuerpo. La víctima era su amigo, el que le había dado un nombre a él, que no
tenía ninguno. Debía avisarle. Pero, ¿cómo?
Mientras los dos hombres se alejaban, arreglando los últimos detalles de
su malévolo plan, sintió toda la impotencia que nunca antes habría
sentido.
Aquella noche, Jack durmió intranquilo y despertó al amanecer con toda
la congoja que se puede sentir, cuando se tiene la certeza del peligro que
corre un ser querido y nada se puede hacer.
A media mañana, volvieron los dos hombres trayendo, con mucho esfuerzo,
un gran costal. Lo arrastraban por el bosque, y llevaban cada uno unas palas al
hombro.
—¿Dónde? —preguntó el montañés.
El otro sé acercó a Jack y una sonrisa malévola se le dibujó en el
rostro.
—Acá.
—Pero, ¿si lo descubren?
—No te preocupes por eso. No perdamos más tiempo.
Durante un buen rato cavaron en el lugar y, poco después, tiraron el
pesado costal al pozo.
Después pusieron una capa de pasto y la única diferencia que se veía era
una nueva y pequeña elevación en el terreno. Fuera de eso estaba como
antes.
Sabía quién estaba en el costal y lloró en silencio…
A los cinco minutos, el ruido de una camioneta a toda marcha se oyó a lo
lejos. Momentos después, a unos veinte
metros de Jack, la camioneta coleaba en la tierra, y frenaba.
—¡Vamos! ¡Rápido! Todo ha salido mal —gritó una muchacha desde la
camioneta.
Los dos hombres se miraron por un momento y, sin dudar, corrieron rumbo
al vehículo, mientras éste salía como había llegado.
Jack no pudo terminar de entender todo lo que sucedía cuando llegó más
gente. Esta vez, un gran auto azul del que bajaron cuatro hombres. Tres de
ellos eran oficiales, mientras que el último, llevaba puesto un traje negro y
un impermeable encima.
—La señora Blanck dijo que iban en ésta dirección.
—Pero yo no creo…
—Piense una cosa, Fernández, llevaban un costal. ¿Qué cree que llevaban
en el costal? —dijo el hombre de impermeable a uno de los oficiales.
—. Sí ya sé, ya sé—respondió el otro.
El de impermeable caminó como dudando hacia Jack y su rostro, al ver el
nombre, quedó paralizado.
—¡Vengan, miren esto! —los otros se acercaron y, como fotocopias,
quedaron con la misma expresión atónita.
—¡Busquen por alrededor!
Con la orden del hombre de impermeable, los tres oficiales, se pusieron
a trabajar al momento mientras una traía una pala. Luego de mover un poco la
tierra, volvieron todo a su lugar.
Como si la obra de los malhechores hubiera tenido cierto sentido y
planificación, los cuatro hombres quedaron pensativos.
Como si hubiera estado preparado por años, el nombre permanecía tallado
en el tronco.
Era su árbol preferido, el lugar del bosque de su niñez. Ahí se sentaba
a leer o, simplemente, a escuchar a la naturaleza, y comentaba con su amigo de
largas ramas, jugando, tal vez, a que él lo escuchaba.
III
Por muchos años no hubo días como
aquellos, en ese bosque del Estado de Colorado.
Los árboles nunca olvidaron al muchacho que contaba cuentos en voz alta
y, cada tanto, le pedían a Jack el único árbol con nombre. Que contara otras
cosas de aquel muchacho.
Cómo, a los seis años, con el cuchillo que su abuelo le había regalado
para su cumpleaños, talló en grandes letras su nombre en el frondoso tronco.