Estaba en mi
habitación de la planta baja, con la ventana abierta y era la una de la
madrugada. La inspiración había alejado al sueño.
Por la ventana contemplaba el parque del
fondo, con mi eterna taza de té. Era el intervalo mientras escribía un relato
corto, cuando algo llamó mi atención.
Dentro del pequeño horizonte del parque
hasta la calle, apareció una extraña figura. Estaba a unos cien metros.
Lo observé un momento:
“¡Ahí está! ¡Parece una estatua!”, me dije.
Nunca olvidaré esa escena y recuerdo que, a
pesar de lo misterioso, ese ser que todavía no se definía, me trasmitía una
sensación de empatía.
“Cree que yo no lo veo”, pensé y me volví a
decir: “No debe de medir más de un metro”.
Al salir un poco de la alucinación, me di
cuenta de que él llevaba una túnica negra, con una línea gruesa horizontal que
le cruzaba el rostro redondo, gris metálico… ¡como si fuera una pastilla!
El farol de la calle me permitía verlo bien
y, por un rato, siguió igual.
Yo desde mi ventana, él a cien metros,
junto al farol de la calle, seguimos sin movernos. Fue cuando deduje que no era
de este mundo.
—¡Es un ser astral!—recuerdo que exclamé,
alucinado, y estuve a punto de volcar la taza de té.
Imaginé sus pensamientos. Supuse que debía
creer que, como estaba parado junto a una caja de luz, quieto como estatua y de
madrugada, nadie lo notaría. También, que, si no fuera por el farol y el pasto
corto del parque, no podría verlo tan bien y dudaría de mi cordura.
Aunque había oído pocas historias sobre
este tipo de extraterrestre sabía que, bajo ese traje, había un cuerpo
vaporoso. Del mismo modo, sabía que a estos, en particular, les encantaba
visitar la Tierra.
¡Les gustaba experimentar un mundo de
dimensión densa! Se disfrazaban y bajaban como un cohete con sus trajes
espaciales y sus rostros redondos y planos.
Concluí que podía quedarme toda la noche
mirándolo y sé que él no se habría movido. Pero me preocupaba que fueran las
dos y media, porque tendría que levantarme a eso de las ocho.
Fue cuando caí en la cuenta de que él y yo
éramos los únicos despiertos.
¡El hombre pastilla observa mis
movimientos!”, dije para mis adentros y, a pesar del cansancio, supe que no
podía preocuparme más por él y por lo que pensara de mí.
Con respeto hacia el hombre pastilla, bajé
la persiana y me fui a dormir. No había dormido media hora, cuando me desperté
sobresaltado. Abrí la ventana y vi que seguía ahí.
Me recorrió un escalofrío.
No tenía miedo, pero su presencia me daba
una sensación de extrañeza. Por un momento, dejé de mirarlo y me acomodé en el
escritorio para escribir lo que veía. Entonces razoné que el hombre pastilla,
con su gran velocidad, por su condición de ser astral, mientras yo estuviera de
espaldas, podía asomarse por la ventana.
Desistí y regresé a la ventana.
¡Ahí estaba!
Sabía que, según las historias que se
contaban de sus apariciones en Estados Unidos, Alemania y otros países, a los
hombres pastilla se los consideraba seres inofensivos. Además, en su condición
de etéreos, era de suponer que tenían un nivel evolutivo más alto que el
nuestro.
El sueño me vencía y dejé al hombre
pastilla libre de hacer lo que quisiera. Eso sí: no me olvidé de cerrar bien la
ventana.