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Lucas Alonso Escritor

viernes, 23 de octubre de 2015

Jack



I

En una mañana de primavera, el sol jugaba con las hojas de los árboles cercanos y, en los pastos del bosque, crecían algunas violetas silvestres.
    El día estaba muy luminoso y, mientras contemplaba de pie la naturaleza que lo rodeaba, Jack descansaba a gusto.
    Vivía en paz consigo mismo y un sentimiento de unión con el Universo lo embargaba.
    Era parte del bosque. Su nombre, que aceptó sin condiciones, lo sentía muy parte suya. Estaba orgulloso de él. Orgulloso de tener el mismo nombre que su amigo.
    Dos gorriones se acercaron a sus pies. La primera visita de la mañana. Aceptó la compañía de los gorriones, mientras estos daban pequeños brincos a su alrededor.
    La tarde pasó y siguió en el bosque pues no tenía a dónde ir. Las estrellas aparecieron y unos visitantes surgieron caminando en dirección a Jack.
    Eran dos hombres que, lentamente, y a un paso que se podría llamar esquivo, caminaban hacía donde él se encontraba. Se detuvieron a sólo diez metros. No parecían haberlo visto.
    En el silencio del anochecer, Jack podía escucharlos y, con un poco de perspicacia, cosa propia entre los suyos, notó que el más alto era el mayor. Tenía barba negra y acariciaba su barba como si con eso lo hiciera parecer más inteligente. Luego, guardó su mano izquierda en el bolsillo del enterizo de jean. El otro tenía pelo corto y lacio, llevaba un traje de vestir azul oscuro, camisa blanca a medio desabrochar. No llevaba corbata puesta.
    Por lo que pudo escuchar, el de traje se llamaba Paul y trabajaba en la financiera del pueblo, a unos cinco kilómetros del lugar.
    El hombre con camisa y pelo corto trataba de hacerle entender algo a su compañero:
    —Te digo que ya no tiene familia. Nadie más que un tío millonario que vive en Europa, y no lo ve desde hace años.
    —Pero si… —el otro lo interrumpió haciendo un ademán—. Pero si…
    —Nada. Hace dos años, cuando fue el funeral de su abuelo, aparte de él, todos los que estábamos éramos gente del pueblo.
    Con toda la pinta de montañés, entero de vaquero, barba larga y no muy seguro de la idea de su compadre igual dijo:
    — ¿Cuál es el plan?
    El hombre de traje, a sabiendas de que ya tenía al otro convencido, guardó silencio ante la pregunta. Se acomodó las solapas del traje azul y, como si fuera a dar un discurso de fin de año, se paró bien derecho —Como sabes, lo conozco desde chico, es más, fui a la escuela con él. Nunca soporté su estúpida bondad. Pero… bueno, eso es otra cuestión. Siempre se manejó mal en los negocios —ahora le sonreía a su compañero—. Hasta podríamos estafarlo todo el resto de su vida sin que el chorlito sé diera cuenta.
    —Entonces, ¿no sería mejor que?… —el otro no lo dejó terminar. Lo miró con cara de lobo que encuentra su Caperucita perdida y, cuando vio que su compadre no hacía intento alguno de continuar, se dispuso a seguir. Estaba claro que, si había un jefe, ése era el de traje.           
    —Lo haremos a mi modo, será muy simple. En la oficina tengo los papeles con la herencia, que le hice firmar la semana pasada. Como lo preveía, el muy tonto firmó sin leer. Le dije que eran los últimos documentos de la herencia de su abuelo.
    —¿Está tu nombre en ellos, Paul?
    —Por supuesto, la herencia de todo el campo, con el ganado, la casona… hasta los perros —el otro rió festejando a su compañero.                 
    —Bueno, Henry no te preocupes por tu parte, luego que…
    Un ruido de pasos se escuchó no muy lejos, y el otro se detuvo.
    —¿Escuchaste eso Paul?
   —Sí… será mejor que sigamos mañana a la misma hora. Tú ve por allá y yo volveré por donde vinimos. Hasta mañana, Henry.
    —Hasta mañana, Paul.

II

Despertó con el alba. La mañana se fue despejando con el correr de las horas y Jack siguió en el bosque dándole vueltas a sus pensamientos. Veía la brisa ir y venir, contemplaba a las aves en sus recorridos de árbol en árbol. Se quedó toda la tarde esperando a que volvieran los dos hombres del anterior.
    El primero en llegar fue el hombre de barba, Henry. Salieron las primeras estrellas, los últimos colores solferinos del atardecer desaparecieron y el montañés se puso a dar vueltas por las inmediaciones.
    Por lo visto, no llevaba reloj, y estaba impaciente. Se tocaba la barba, daba grandes pasos por los pastizales.
    Esperó casi media hora, y el otro no aparecía. Cuando llegó, vio que llevaba un traje celeste con la misma camisa del día anterior. Traía un pequeño maletín color café.
     —¡Viniste!
     —No te iba a fallar.
    Luego de hablar algunas banalidades sobre las tareas de aquel día, el hombre de traje se dispuso a seguir con el plan.
    —Los papeles están listos; sólo hubo una pequeña variante —interpuso una mano para que no lo interrumpiera—. Ahora somos tres.
    — ¿Cómo que tres? Pero… ¡En qué va a acabar esto, Paul!
    —Déjame explicarte —el otro hizo un gesto apesadumbrado y afirmativo con su cabeza—. Nunca se me ocurrió que podría suceder esto.
    — ¿Qué?
    —Ayer a la tarde, estaba por traer el original, y una copia de la herencia firmada. Pero, a último momento, la duda me atrapó… y ya sabes cómo es eso…
    —No es buena consejera.
    —Exactamente. Dejé los papeles en el escritorio. Hoy a la mañana llegué a la oficina, y alguien ya había abierto la puerta. La primera persona que se me cruzó por la cabeza fue Carol que podría haber leído los papeles. Cuando entré, estaba haciendo lo que tanto temía,  y me miraba con los papeles en la mano. En ese momento, se me cruzaron mil ideas, pero solo dos soluciones posibles. Una era matarla a ella también. Ya sabes cómo es Carol.
    —Sí, está bien buena.
    —No, tonto, lo que quiero decir es que no es una mujer de muchas vueltas. Enseguida le expliqué todo lo que habíamos planeado. Accedió, si recibía el treinta y tres por ciento de las ganancias del campo.
    —Bueno, como dice el dicho, lo hecho, hecho está. Entonces, ¿cuál es el plan?
    —Ya ideé los últimos detalles con el agregado de Carol. No le va a salir tan barato —dijo, enfatizando las dos últimas palabras, y el otro hizo un gesto como si fuera lo más obvio—. Tendrá que ganarse su parte haciendo de campana en la puerta de la estancia. Llegaremos a las seis de la mañana en tu camioneta. Mientras nosotros recorremos a pie los últimos trescientos metros hasta la casona, ella se quedará en la entrada, con la camioneta en marcha por cualquier imprevisto. Tocaremos la puerta y, cuando nos abra… pasamos como si estuviéramos de visita con la excusa de algún negocio. A la primera oportunidad, a una señal mía, tú le inyectas el veneno. Llevaré una segunda jeringa, por si se complica.
    El montañés, no muy convencido de lo último, igual dijo:
    —Y Jack será historia.
    Los dos rieron, mientras a Jack, le recorría un escalofrío por todo el cuerpo. La víctima era su amigo, el que le había dado un nombre a él, que no tenía ninguno. Debía avisarle. Pero, ¿cómo?
    Mientras los dos hombres se alejaban, arreglando los últimos detalles de su malévolo plan, sintió toda la impotencia que nunca antes habría sentido.   
    Aquella noche, Jack durmió intranquilo y despertó al amanecer con toda la congoja que se puede sentir, cuando se tiene la certeza del peligro que corre un ser querido y nada se puede hacer.
    A media mañana, volvieron los dos hombres trayendo, con mucho esfuerzo, un gran costal. Lo arrastraban por el bosque, y llevaban cada uno unas palas al hombro.
    —¿Dónde? —preguntó el montañés.
    El otro sé acercó a Jack y una sonrisa malévola se le dibujó en el rostro. 
    —Acá.
    —Pero, ¿si lo descubren?
    —No te preocupes por eso. No perdamos más tiempo.
    Durante un buen rato cavaron en el lugar y, poco después, tiraron el pesado costal al pozo.
    Después pusieron una capa de pasto y la única diferencia que se veía era una nueva y pequeña elevación en el terreno. Fuera de eso estaba como antes.   
    Sabía quién estaba en el costal y lloró en silencio…
    A los cinco minutos, el ruido de una camioneta a toda marcha se oyó a lo lejos.  Momentos después, a unos veinte metros de Jack, la camioneta coleaba en la tierra, y frenaba.
    —¡Vamos! ¡Rápido! Todo ha salido mal —gritó una muchacha desde la camioneta.
    Los dos hombres se miraron por un momento y, sin dudar, corrieron rumbo al vehículo, mientras éste salía como había llegado.
    Jack no pudo terminar de entender todo lo que sucedía cuando llegó más gente. Esta vez, un gran auto azul del que bajaron cuatro hombres. Tres de ellos eran oficiales, mientras que el último, llevaba puesto un traje negro y un impermeable encima.
    —La señora Blanck dijo que iban en ésta dirección.
    —Pero yo no creo…
    —Piense una cosa, Fernández, llevaban un costal. ¿Qué cree que llevaban en el costal? —dijo el hombre de impermeable a uno de los oficiales.
    —. Sí ya sé, ya sé—respondió el otro.
    El de impermeable caminó como dudando hacia Jack y su rostro, al ver el nombre, quedó paralizado.
    —¡Vengan, miren esto! —los otros se acercaron y, como fotocopias, quedaron con la misma expresión atónita.
    —¡Busquen por alrededor!
    Con la orden del hombre de impermeable, los tres oficiales, se pusieron a trabajar al momento mientras una traía una pala. Luego de mover un poco la tierra, volvieron todo a su lugar.              
    Como si la obra de los malhechores hubiera tenido cierto sentido y planificación, los cuatro hombres quedaron pensativos.
    Como si hubiera estado preparado por años, el nombre permanecía tallado en el tronco.
    Era su árbol preferido, el lugar del bosque de su niñez. Ahí se sentaba a leer o, simplemente, a escuchar a la naturaleza, y comentaba con su amigo de largas ramas, jugando, tal vez, a que él lo escuchaba.


III

Por muchos años no hubo días como aquellos, en ese bosque del Estado de Colorado.
    Los árboles nunca olvidaron al muchacho que contaba cuentos en voz alta y, cada tanto, le pedían a Jack el único árbol con nombre. Que contara otras cosas de aquel muchacho.
    Cómo, a los seis años, con el cuchillo que su abuelo le había regalado para su cumpleaños, talló en grandes letras su nombre en el frondoso tronco.


















lunes, 19 de octubre de 2015

El Metro de Terciopelo Vol. 12 con Daniela Shulman



lunes, 12 de octubre de 2015

Oro

Como les decía, lo único interesante de esta empresa era que, cuando uno entraba, debía poner en una carpetita cómo era la mitad de su personalidad. La otra mitad quedaba vacía y a futuro criterio de los compañeros de trabajo. Así cuando uno ya fuera conocido dentro de la empresa, estos terceros la completarían. Eso sí, no se podía mentir.
    Todas estas extravagancias eran el resultado de una rara obsesión que tenía el dueño de la empresa por las mitades.
    El hombre, empresario de este pequeño imperio, era bastante tacaño. Tenía a la mitad de los empleados en blanco y les pagaba la mitad del sueldo hasta que, en diciembre, les abonaba las asignaciones pendientes, con la parte adeudada del mismo año. 
    La otra mitad de los empleados, cobraba en negro, uno de ellos, quien les habla.
    El sueldo en negro era entero, más bajo en remuneración que el que cobraba la otra mitad, que estaba en blanco, y sin vacaciones pagas, ni asignaciones familiares.
    La empresa está en la zona de Tigre. El edificio ocupa un predio de una hectárea y media con mucho verde alrededor.
    Se comentaba, que toda esa plata era de una herencia recibida por el dueño, y que por eso actuaba de la extraña forma en que lo hacía.
    Así, antes de entrara a trabajar por primera vez en esta empresa, hay que estudiar un extraño manual. Este consta de cuatro páginas y se le da a cada uno de los postulantes. Ellos ni bien entran a un aula, lo leen durante veinte minutos, para luego dar una lección ante un antiguo empleado.
    Todo esto para ser admitido por la empresa.
    El manual es la explicación de un sistema económico basado en las mitades. En él se cuenta la historia de un pueblo, donde la mitad de los habitantes depende del Estado y cobra un sueldo paupérrimo mientras la otra mitad cobra el equivalente a un doscientos avo de toda la ganancia de las cosechas de un año. Mucho más de lo que ganan los que trabajan para el Estado, pero con un sueldo fluctuante. 
    Como les estaba contando, cuando se daba la lección para entrar a la empresa, sólo se podía leer el manual de cuatro páginas durante un breve lapso de veinte minutos. Tiempo máximo antes de que se nos retiren las hojas de nuestro pupitre, y nos quedáramos charlando con algún otro postulante.
    El empleado más antiguo, muy agradable -he de decir- irá ahora tomando lección.
    Según lo bien que se dé la lección, uno entrará al sector de los trabajadores que estaban en blanco, el más deseado. O, en caso de una mala lección, deberá conformarse con el sueldo de los que trabajan en negro. Uno de ellos quien les habla.
    Lo interesante de esta empresa es que los empleados en negro tenían tareas más variadas, que las de los empleados en blanco. Las de los últimos, son demasiado monótonas. Hasta existe el mito que, una vez, un empleado en blanco llegó a desear estar en negro, pero ese deseo sólo le duró un día.








viernes, 9 de octubre de 2015

Una Construcción Simétrica



Una construcción simétrica







Una construcción simétrica, es un proyecto de producción de  civilizaciones ordenadas, dinámicas e independientes. Este llega a su ciclo final de realización cuando el individuo promedio, puede realizar su máxima iluminación o sea la realización de sus proyectos personales.
    Así lo traduje por mi conocimiento de las tablas cuneiformes que traía por triplicado en documentos a los que nadie, antes de que subiera al avión en Tel-Aviv rumbo a París, debía tener porque estaba en riesgo mi propia vida. El problema era el conocimiento de esta información, pues este primer y extraño párrafo que no sorprenda al lector es el principio de las tablillas recién traducidas, ahora en 2007, del milenario pueblo sumerio, “Pueblo de los cohetes”. Ahora que tenemos las tablillas, sería la mejor traducción. También espero que los gobiernos que recibieron esta información finalmente la den a conocer. Por mi parte, ya la estoy volcando en la red. Pero vayamos paso a paso.
    Si alguna sensación podría definir el sentimiento que en ese momento me embargó, al tener estos documentos, fue de felicidad, con mariposas flotando en mi estomago. Abría deseado que aquel instante nunca acabara, no llegara a su final, y que pudiera, si esto fuera posible, continuar solamente descansando y disfrutando de lo logrado. Pero como quien sabe nadar en aguas turbias, y como quien tiene la certeza de que no debe quedarse demasiado en un mismo lugar. Debía salir. Eso fue lo que hice.
    Tomé un vuelo Tel-Aviv – París y, una vez en el aeropuerto, llamé a Jean Pierre desde mi celular.
    —¡Jean Pierre Jean Pierre! —grité, ni bien logré la comunicación.
    El lector tendrá que comprender que mi alegría estaba en proporción a mi hallazgo, pues era la primera persona conocida con la que hablaba desde hacía, una semana, al menos. Y él respondió:
    —Sí, Max ¿Qué tal el vuelo?
    —¿Te sorprendería si te dijera que de maravilla? Como pocas veces. Siento que vengo con viento de cola.
    —Debo adivinar que las cosas van bien, entonces —dijo Jean con un poco de reproche en la voz. No hice caso a eso, y seguí:
    —Sí, se puede decir que fue una especie de milagro—guardé silencio un momento, sabiendo la reacción que provocaría lo que dije luego:
    —Los dos viejos estarán más que conformes con el resultado…
    —No quiero sonar cursi —dijo entonces Jean—. Pero... ¿tienes los números? ¿Existían esos números que estos viejos locos quieren?
    —Si no me crees, pasa a buscarme por el aeropuerto.
    Jean apenas cortó, con su innata inquietud, salió del castillo que los dos viejos filántropos nos habían dejado como base de operaciones, hasta que termináramos el encargo y, como sabemos, ya estaba concluido.
    Ansioso como es, subió al Citroën y, en dos minutos y poco, recorrió los quinientos metros de bosque que separan al castillo de la autovía. Luego transitó los ciento cincuenta kilómetros hasta el aeropuerto de París. Diré también que no le fue difícil encontrar a su compañero y socio. 
    Jean fue el primero en hablar:
    —¡Ahora no me puedes mentir! —hizo una pausa y me miro con más atención—. Dime… ¡que no aguanto más! ¿Es verdad que conseguiste lo que estos locos piden?
    —Acá están todos los datos —recuerdo que dije, para luego agregar:
    —En forma de disco láser, en forma de papel, fotocopiado, triplicado y en un papel amarillo muy popular allá, que se supone es ultrarresistente.
    Como si su equipo preferido de fútbol, el Inter de Milán, estuviera a punto de meter un golazo, Jean se agachó un poco con las intenciones de empezar a saltar, y así lo hizo, mientras decía: 
    —¡Nos hicimos acreedores de 200.000 Euros!
   —Sí, Jean —fue mi corta respuesta, mientras le daba unas palmaditas en la espalda—. Aunque no lo creas —y cansado por el viaje, terminé diciendo, para calmar la ansiedad de mi amigo y socio:                  
    —Vamos a buscar el auto que, mientras manejás, te cuento.
    Emprendimos el viaje hacia el castillo que, como les dije, nos habían asignado como centro de operaciones para la misión y, que conseguimos con Jean al responder al aviso que apareció en el periódico: “Se buscan expertos en arqueología para viaje de investigación a Medio Oriente”. 
    Los dos, sorprendidos, al ver el anuncio, solo teníamos la misma afición por el tema y algún que otro conocimiento. Nos percatamos de la poca idea que teníamos de arqueología. Al mismo tiempo, los dos estábamos con poco trabajo y teníamos un alquiler compartido a medias que pagar a fin de mes. Al menos estábamos dispuestos a ir a averiguar de qué se trataba.
    Nada más importante teníamos que hacer esa mañana, que cosa insólita, nos habíamos levantado ocho y quince. Entonces, respondimos al anuncio, y a las 10:00 en punto, estábamos en el castillo.
    Como les decía cuando todo había terminado y Jean pasó a buscarme por el aeropuerto, comentó con su típica excitación:         
      — ¡Tenemos que llamar para avisarles!
     —Ya habrá tiempo para eso —recuerdo que dije y entonces agregué:
    —Ahora déjame que siga con mi relato: cuando bajé en Tel-Aviv me sentía tan improvisado como lo estuvimos desde el principio. Sin una idea mejor, me dirigí al museo donde se exponen los manuscritos del Mar Muerto. No te negaré que me sentí un agente secreto al mejor estilo 007. Sin mi inglés fluido, la misión simetría hubiera sido un rotundo fracaso. Pero, vayamos por partes. Como sabes no soy hombre de muchas vueltas.
    Jean lo confirmó y continúe:
    —Cuando llegué a Tel-Aviv, decidí que el alojamiento lo dejaría para más tarde. En busca de alguna buena idea que me sacara del atolladero en que ya me veía, fui directamente al museo, a ver los rollos del Mar Muerto.
    Me quedé mirando desde la pasarela el largo tubo que los contiene. Pero no fue necesario que pensara, o que siguiera guiándome, como hasta entonces, por la intuición. El Universo ya me estaba dando una pista.
    —¡La Creación nos guiará si nuestro camino es el correcto!    
  —dijimos los dos al unísono, la frase de costumbre, mientras entrabamos en la autovía.
    Luego continué:
    —Delante del tubo que contiene los rollos, había un hombre de camisa blanca, pantalón negro, no muy alto, calvo, de gruesos bigotes y mirada profunda. Mientras se acercaba con las manos en los bolsillos, dijo: ¡No creo que pueda descifrar nada desde esa distancia! en referencia a los dos metros y poco que separan los rollos del público. Le repliqué:
    —¡No se preocupe. De ser necesario tengo binoculares!
    Luego me preguntó qué hacía en Tel-Aviv, pues se había dado cuenta de que era turista.
    —¡En conclusión! —dijo Jean.
    Continué:                             
    —Terminamos fuera del museo, en un café, conversando. Ahí fue cuando me enteré de que Omar era palestino y… oh casualidad…
    —No sé lo que dirás, pero es increíble que las cosas se fueran dando de esta manera —afirmé lo dicho por Jean y seguí:
    —Él tenía conocimientos sobre lo que estábamos buscando. Omar pertenece a una sociedad teosofísta —con cierta hilaridad, agregué:
    —No hace falta que te diga, Jean, lo que una honesta borrachera, puede llevarte a hacer.
    —Más a ti, que te ilumina el cerebro, como dices— agregó Jean.
    —Esa misma noche, con el riesgo de echar todo a perder, le confié la misión.
    Decidimos a media noche que lo mejor sería viajar a Jordania, a ver a un amigo de Omar que había regresado de Irak. Acá tendré que hacer una pausa, querido amigo— dije, mirando a mi socio con una emoción que me obstruía la garganta. Jean asintió y, entonces, pude continuar, mientras sentía en el rostro el viento que producía la velocidad del vehículo en la autopista— ¡Todavía no puedo creer que las cosas se hayan dado de esta manera! Esto es una comprobación que nos está dando el Universo ¡No puede ser de otra forma, Jean!
    —Perfecto, pero continúa— dijo mi impaciente compañero.
    —El amigo de Omar venía, ni más ni menos, de la mítica ciudad de Ur. Esto nos ahorró el trabajo de pagar a una persona la mitad de toda la ganancia, como habíamos quedado —Jean volvió a afirmar y seguí con el relato—. Sin contar el trabajo de adentrarse en Irak. Seguir el rastro de alguna de las supuestas veinte copias que, se dice, existen de los documentos de los dioses.
    Bien recordaba la pista que los dos viejos nos dejaron cuando llegamos al castillo. Que de las cinco que, seguramente, se perdieron en la guerra y que se encontraban en Bagdad, y si descontamos las que por error, ignorancia y sin saber su contenido, hubieran sido destruidas junto con los museos de Bagdad, por las tropas de ocupación— hice una pausa y continué—. Según los informantes de estos dos ricos filántropos, ningún gobierno estuvo ni está, en la búsqueda de los documentos. Las restantes, dicen ellos, deben estar en la milenaria ciudad de Kis, en Ur o en Babilonia.
    No fue necesaria la búsqueda. Delante de mí, tenía a la persona indicada. Un arqueólogo sirio que, con su equipo de excavación, había trabajado en la ciudad de Ur.
    En su Zigurat encontraron, sin duda; la información que a nosotros nos habían pedido.
   —A esa altura, supongo —agregó Jean—; mandaste el mail que decía: “Vamos por buen camino”
    —Sí, más precisamente, estábamos yendo por la ruta del desierto que une Tel-Aviv y Damasco. Fue antes de encontrarnos con el amigo de Omar, cuando, luego de tomar confianza, pude acercarme a las láminas con las fotos en escala 1:1.
    “Caí en la cuenta por las traducciones de las tablillas cuneiformes, y por el estudio que hicimos de ellas en el castillo, que ahí, precisamente, estaba la información que estos viejos locos nos habían mandado buscar.”                  
    Hice una nueva pausa mientras doblamos por una curva cerrada —Te digo, Jean, que la cerveza, más el último licor que bebimos antes de decidir con Omar ir directo a Jordania, pagando un taxi a medias, me subió cuando estuvimos en la casa del arqueólogo. Ahí enfrente tenía al amigo de Omar, y con la mente… digamos, adelantada al tiempo por el alcohol, fue que pude leer las intenciones de estas dos buenas personas. Supe, entonces, que podríamos formar un equipo.
    Decidí esperar al otro día y, con la mente más despejada, seguir con el plan. Antes, agradecí al arqueólogo por mostrarme los hallazgos que habían realizado. Ya sabés como es la hospitalidad árabe. Me invitaron a quedarme. Me tendieron unas mantas en el living comedor, donde descansé y repuse fuerzas.
    A la mañana siguiente, luego de un té árabe, conversamos sobre las implicaciones de estos documentos. Enseguida noté en los ojos del amigo de Omar, cierto recelo por los manuscritos. Por un momento pensé que el plan podía echarse a perder. Entonces, mientras terminábamos nuestro té, guardé silencio por un rato.
    Los tres quedamos callados, contemplando el jardín delantero de la casa, con los dátiles movidos por el viento.
    Todavía no habíamos hablado nada con el amigo de Omar, con respecto a que yo necesitaba. Tampoco era tan absurdo su recelo, ya que había regresado de Irak hacía solo dos meses, en diciembre de 2007, con todo lo que ello conllevaba.
    Gracias a un buen silencio supe, que tiempo y espacio me eran propicios y, ofrecí 15.000 Euros por una copia. Le dije, también, que si aceptaba la oferta, tendría que llevarla esa misma noche. Esto último porque empecé a percibir que tenían cierta importancia… Repito, que cierta importancia que todavía nosotros no llegamos a comprender.
    No fue fácil convencer al arqueólogo. Omar hizo silencio y nos dejó que negociáramos. Al arqueólogo le hice ver que lo mejor sería llevarlos al Viejo Continente. Publicarlos en todos los medios, y que la gente se enterase de la verdadera historia de la humanidad.
    En esta parte no estuve muy seguro de haber sido honesto y, me dije, para no traicionar mi conciencia, que luego vería la forma de hacer realidad lo que estaba prometiendo. Entre tanto palabrerío, el arqueólogo entrevió la sinceridad de mis intenciones y accedió.
    Supe, entonces, que debía tomar el primer vuelo de regreso a Francia, a más tardar al otro día y cuanto mas temprano mejor. Eso fue lo fácil. El problema fue explicarle luego, a solas a Omar, que todavía no contaba con el dinero, pero que los dos debían confiar en mí, porque era hombre de palabra. Si así lo creía, él por supuesto. Ni bien nos pagaran a nosotros, así le dije a Omar, le mandaría la plata. 
    —¡Contaste todo lo de filántropos locos! —dijo Jean con media sonrisa.
    —Sí, le ofrecí con toda humildad, otros 5000 Euros más el pago del taxi de vuelta. Esto último, el costo del taxi, por adelantado por supuesto, por el favor de haberme presentado a su amigo, y por el trabajo de convencerlo.
    — ¡Lo lograste! —dijo Jean alegre y nervioso.
    Le respondí golpeando el maletín, y continúe:
    —¡Por eso, ahora debemos mandar 20.000, ni bien paguen!
    Sin dudar marqué en mi celular el número que me habían dejado los filántropos. Enseguida llegó la comunicación satelital.
    —Hola, señor Thomas. Sí, lo reconocí por la voz.  Le tengo buenas noticias: estamos yendo para el castillo y tenemos lo que ustedes pidieron. Sí, sí los mismos documentos, las formulas matemáticas que usted me había mencionado. En media hora, bueno entonces eso me da tiempo para darme un baño en su castillo. Sí… mantengo el buen sentido del humor. Hasta luego, señor.
    Todo esto le conté a mi buen amigo Jean. Así, ni bien llegamos al castillo me di un buen baño y, el timbre sonó dos veces. Bajamos apresurados. Afuera se veía el auto de los dueños.
    Un negro sedán con chofer incluido, sumamente pulido. Los dos viejos, con una gran sonrisa, bajaron alegres por las puertas traseras.
    —Señor Thomas —dije, mirando al que descendió por el lado del conductor.
    —Mi querido e intrépido caballero —respondió y agregó: trajo el Tetramenitrón, pieza única de esta humanidad.
    —¡El documento que dejaron los dioses, para instruirnos en la creación de civilizaciones! —dijo enseguida el otro caballero, mientras terminaba de cerrar la otra puerta del auto.
    —Sí.
    Luego de una pausa, el señor Thomas agregó:
    —Señores, acá nos separamos. Pero antes, acá tienen el pagó por su trabajo.
    Nos extendió dos sobres con números de cuenta. 
    —¿Para retirar por ventanilla?
    —Sí, exactamente y arrivederci —respondió por ultimo el señor Thomas.
    Así nos separamos, como cuatro caballeros. Pero con un poco de sospecha, mutua entre ambos pares.
    De vuelta en la autovía y en el Citroën, Jean preguntó:
    —¿No tienes miedo que estos viejos nos manden a matar?                     
    —Pensé en eso…—miré a mi amigo y, con la seriedad del momento, continué—. Mandé una copia de los documentos a nueve embajadas indicando cómo llegar al castillo. Y, ahora, lo primero es hacer una transferencia de 20.000 Euros a una cuenta en Tel-Aviv.
    Entonces, Jean me miró, puso su mano en forma de gatillo, y simulando una pistola, me disparó con el dedo.
    Esto me recuerda un dicho “Puedes meter la cabeza en la boca del león, pero no te olvides de sacarla antes de que la cierre” También pensé: “Todo esto puede que sea un trabajo de la conciencia de esta civilización. Para buscar sus equívocos, sus principios existenciales”.
    París ya se perfilaba en la distancia.  











miércoles, 7 de octubre de 2015

Freedom & Libertad



lunes, 5 de octubre de 2015

El Metro de Terciopelo Vol. 11






lunes, 28 de septiembre de 2015

Time Travel - Viajeros del Tiempo



El Metro de Terciopelo Vol. 10




domingo, 27 de septiembre de 2015

I am a Mosquito - Soy un Mosquito


miércoles, 23 de septiembre de 2015

El Hombre Pastilla


Estaba en mi habitación de la planta baja, con la ventana abierta y era la una de la madrugada. La inspiración había alejado al sueño.
    Por la ventana contemplaba el parque del fondo, con mi eterna taza de té. Era el intervalo mientras escribía un relato corto, cuando algo llamó mi atención.
    Dentro del pequeño horizonte del parque hasta la calle, apareció una extraña figura. Estaba a unos cien metros.
    Lo observé un momento:                                     
    “¡Ahí está! ¡Parece una estatua!”, me dije.
    Nunca olvidaré esa escena y recuerdo que, a pesar de lo misterioso, ese ser que todavía no se definía, me trasmitía una sensación de empatía.
    “Cree que yo no lo veo”, pensé y me volví a decir: “No debe de medir más de un metro”.
    Al salir un poco de la alucinación, me di cuenta de que él llevaba una túnica negra, con una línea gruesa horizontal que le cruzaba el rostro redondo, gris metálico… ¡como si fuera una pastilla!
    El farol de la calle me permitía verlo bien y, por un rato, siguió igual.
    Yo desde mi ventana, él a cien metros, junto al farol de la calle, seguimos sin movernos. Fue cuando deduje que no era de este mundo.
    —¡Es un ser astral!—recuerdo que exclamé, alucinado, y estuve a punto de volcar la taza de té.
    Imaginé sus pensamientos. Supuse que debía creer que, como estaba parado junto a una caja de luz, quieto como estatua y de madrugada, nadie lo notaría. También, que, si no fuera por el farol y el pasto corto del parque, no podría verlo tan bien y dudaría de mi cordura.
    Aunque había oído pocas historias sobre este tipo de extraterrestre sabía que, bajo ese traje, había un cuerpo vaporoso. Del mismo modo, sabía que a estos, en particular, les encantaba visitar la Tierra.
    ¡Les gustaba experimentar un mundo de dimensión densa! Se disfrazaban y bajaban como un cohete con sus trajes espaciales y sus rostros redondos y planos.





    Concluí que podía quedarme toda la noche mirándolo y sé que él no se habría movido. Pero me preocupaba que fueran las dos y media, porque tendría que levantarme a eso de las ocho.  
    Fue cuando caí en la cuenta de que él y yo éramos los únicos despiertos.
    ¡El hombre pastilla observa mis movimientos!”, dije para mis adentros y, a pesar del cansancio, supe que no podía preocuparme más por él y por lo que pensara de mí.
    Con respeto hacia el hombre pastilla, bajé la persiana y me fui a dormir. No había dormido media hora, cuando me desperté sobresaltado. Abrí la ventana y vi que seguía ahí.
    Me recorrió un escalofrío.
    No tenía miedo, pero su presencia me daba una sensación de extrañeza. Por un momento, dejé de mirarlo y me acomodé en el escritorio para escribir lo que veía. Entonces razoné que el hombre pastilla, con su gran velocidad, por su condición de ser astral, mientras yo estuviera de espaldas, podía asomarse por la ventana.
    Desistí y regresé a la ventana.
    ¡Ahí estaba!
    Sabía que, según las historias que se contaban de sus apariciones en Estados Unidos, Alemania y otros países, a los hombres pastilla se los consideraba seres inofensivos. Además, en su condición de etéreos, era de suponer que tenían un nivel evolutivo más alto que el nuestro.
    El sueño me vencía y dejé al hombre pastilla libre de hacer lo que quisiera. Eso sí: no me olvidé de cerrar bien la ventana.




domingo, 20 de septiembre de 2015

Poema del amigo:Ignacio Rudolffi Ugarte


Caminando con Lucas
Por calles invisibles
Donde el viento es invisible
El fuego,
¿Qué es el fuego?
Juego de cartas derrotadas
Caminar, as
í de simple
Buscando una petaca de whiski.

Comprendo el sol, comprendo el fuego del sol
Pero,
¿Qué mierda es el fuego?
Un tipo de cierta edad, aturdido sobre la sombra
Contaminando todo de esperanza
El poema del mosquito
Le
ído en la madrugada
Mientras la gente mira silenciosa
El paso de los autos.

Buenos Aires quizá
Todo lo asemeja
Todo lo entiende

Lo cierto, es que el poeta ha venido a derretirse, no se arrepiente
Mira con sus manos y toca con sus ojos
Cualquiera plegaria
O canto de hambre
Cualquier consuelo
Cualquier perd
ón.

En fin, conocí a un auténtico poeta
En una calle cualquiera
Que perfectamente pudo ser Villa Crespo o Palermo
Escribi
ó
sobre el mosquito.