google-site-verification: googleaa5bbe674fd3abf9.html

Lucas Alonso Escritor

viernes, 4 de diciembre de 2015

Circular phrase - Frase Circular

Frase Circular:
                                           


(Frase circular cero)

El ser humano es contradictorio, dijo un ángel malvado.

Frase circular primera:

Cuando todos creen que entienden todo, en realidad nadie entiende nada.

Frase circular segunda:

En realidad, todo el tiempo está todo bien. El problema es acordarse, todo el tiempo, de que está todo bien.

Frase circular tercera:

La Luz es Todo - La Luz es Verdad - Dios es Energía - La Energía es Amor - El Amor es Verdad - La Verdad es Todo  - Todo es Verdad.
Y con esta tercera frase circular, damos fin a la mentira.



Circular phrase:


(Circulate sentence number zero)

Human beings are contradictory, said an evil angel.

First circular sentence:

When everyone thinks that understands everything, really understands nothing.

Second circular sentence:

Actually, all the time everything is good. The problem is to remember all the time, that everything is right.

Third circular sentence:

Light is Everything - The Light is Truth - God is Energy - Energy is Love - Love is Truth - The Truth is All - All is Truth.

And with this third circular sentence we end finish with the lie.







lunes, 30 de noviembre de 2015

El Metro de Terciopelo Vol. 16




sábado, 28 de noviembre de 2015

Cuento: El Planeta Amarillo


I

En aquel bello planeta de desiertos extensos y cielos sin nubes, en una de las tantas formaciones rocosas del país de Kumbu-La, vivía un científico de la abstracción. Morlo era su nombre, y desde la terraza de arenisca de su casa, observaba los rayos de Alberta que llegaban a la cueva. Descansaba con una taza de té de cactus, en su mano derecha delantera. Era un momento de calma y placidez, hasta que una ráfaga de viento le hizo recordar la fantástica historia de su especie. De aquellos gráciles seres cuadrúpedos que, en épocas pasadas, corrían por los bajíos de altos follajes. De aquellas primeras aventuras de los antepasados por los extensos desiertos de su mundo.
    El paisaje hipnotizaba al científico, mientras sacaba la cuenta de que hacía unos 102.000 giros de Amarillo a Alberta, su pueblo, gracias a una antigua y venerada civilización galáctica, había tomado conciencia. También, en el paisaje de la ventana, se veía cientos de unas flores muy particulares. Morlo sabía que, según antiguas historias, estas  flores, habían sido creadas por la misma civilización, que otrora le diera conciencia a su pueblo. Sabía que esta civilización, en busca de un destino, había partido rumbo a las estrellas.
    El pueblo de Morlo tenía otro legado de esta misteriosa civilización: el idioma y el nombre de su especie, “Agulares”, palabra que deriva del hecho de tener cuatro manos, dos delante y dos atrás.
    Con el tiempo, al descifrar los antiguos textos, los agulares aprendieron a crear las flores minerales y de metal. Estas, desde el alba hasta el crepúsculo, brillan en los horizontes desérticos de Amarillo.
    Pero, ¡no crean que los Agulares están solos en esta tierra! Cuentan con la ayuda de una interesante especie que puebla la gran Galaxia: la especie humana. Juntos, dan forma a las flores que adornan los paisajes de este mundo desértico y rocoso.

II

Morlo observaba el paisaje con su catalejo por las amplias ventanas de arenisca que, de modo natural, se forman en la roca amarillenta.
    ¡Había miles de flores!
    —Todo tiende a su centro y se estabiliza —dijo en vos alta.
    Miró a su última creación: La Flor de Oro y al verla brillar, pensó: “Mucha luz llega desde Alberta…”.
    Por la escalera irregular subía un humano de pelo castaño y le preguntó:
    —Sigus… ¿cuál es el número que el cielo dispuso para regir al orden estelar?   
    —¡Trece! —respondió el humano que, además era su asistente en la tarea de crear las flores minerales.
    —Si  el trece es el número con el que está construido el Universo, querido Sigus, ¿debemos suponer que son trece las divisiones del infinito?
    —Creo, Morlo, que es probable que sean trece… —respondió de manera escueta el humano.
    Sigus hubiera dado una respuesta mejor, pero sus pensamientos estaban a una legua de distancia, más precisamente, en el terreno de su casa, donde experimentaba con algo maravilloso. Pequeños y finos pastos. 
    “¡Una verdadera alfombra viva!”, pensó orgulloso Sigus, y siguió: “Hice un verdadero milagro, porque en estado natural, crece muy disperso y despacio”. Entonces, se preguntó si el diálogo con el científico, que cada veintiocho vueltas de Amarillo a Alberta, le pagaba su sueldo, no se debería a que, con su telepatía, el agular sospechaba algo. Sospechaba que su atención estaba en el experimento de su casa.
    —Ya que no me prestas atención, eres libre de irte a tu casa —dijo el científico de la abstracción, que había leído los pensamientos de su empleado.
    El tiempo pago se había cumplido y Sigus,  acostumbrado a la telepatía de Morlo, sólo se creyó en la obligación de despedirse. Como se acostumbraba, saludó al agular con una mano. Ya en el camino bordeado por las piedras naranja fluorescente, sus preocupaciones regresaron. Pensaba en su esposa. Ella estaba extasiada con su experimento, pero a diferencia de él tenía sus propias ideas sobre lo que aún consideraba magros resultados.
    “¡Emma desea comerse el pequeño pasto!”, se dijo Sigus, angustiado, y dejó su habitual paso tranquilo y comenzó a caminar mas rápido. “Debo hacer lo imposible para convencerla de que ése no es el destino que he elegido para mi experimento”, se dijo cuando Alberta con sus rayos solferinos marcó el fin de aquella jornada.
    Llegó a la puerta de su casa de piedra. Un millardo de estrellas se asomó en el cielo y Emma, al verlo entrar, comentó:
    —Cuidaba tu experimento y me preguntaba, ¿qué vas a hacer con tan rico pasto?
    Sigus se sacó el poncho, se dejó el quitón y confesó:
    —Emma, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? No lo veas como un alimento. Es sólo un experimento... —Ella lo miró y él prosiguió—: Para algo cobramos un sueldo con el que podemos comprar vegetales.    
    Dejó el poncho en el perchero:
    —Vayamos al mercado y…  
    Pero no pudo terminar. Emma entró en un ataque de histeria y a grito pelado, exclamó:
    —¡Los vegetales del mercado no son ni la mitad de nutritivos que los de tu cultivo!  ¡Y estos los tenemos acá, sin tener que caminar una legua!
    —Emma querida, vayamos por partes —dijo un Sigus conciliador y en un intento de calmarla, agregó —: Salgamos a ver el cielo nocturno…
    Su esposa aceptó, no muy convencida, y luego de algunas vueltas, en las que ordenó enseres, al fin salió a observar el espectáculo del centro galáctico. Se sentó en el suelo junto a su esposo y, con imaginación, los dos vieron cómo el millardo de estrellas de múltiples colores hacían las veinte constelaciones  de ramilletes de flores geométricas. Varias estrellas fugaces cruzaban el firmamento. Un sordo silencio cubría el cielo y Emma fue la primera en hablar:
    —No quiero que pienses que estoy en contra de tu experimento… —Sigus se ordenó el pelo enrulado, sonrió, la acarició y ella continuó—: Sólo quiero saber cuál va a ser la finalidad de todo esto…
    Miró a su hermosa mujer con cariño y dijo:
    —Voy a contarte...
    —Soy toda oídos...
    —Una vez tuve un sueño. En ese sueño, el mundo aparecía cubierto de los más deliciosos pastos que alguna vez hayas probado… —sacó su pipa, preparó el tabaco—: ¡He descubierto una fórmula!
    —¿Para qué?
    Sigus parpadeó y respondió:
    —Para crear alfombras verdes y con ellas, cubrir nuestro desértico planeta —extendió la mano como si abarcara el horizonte—. ¡Nuestro mundo sería verde Emma! ¡Todos comeríamos del mejor pasto!
    —¡Podríamos volvernos ricos! —exclamó ella.
    Sigus supo que lo decía en broma. Rieron juntos, se les quitó un gran peso de encima y entonces se dijo a sí mismo: “Ahora sé que mi experimento está en buenas manos…”.





miércoles, 25 de noviembre de 2015

El poeta Juan Pablo Rudolffi Ugarte y el editor de Milena Caserola, Matias Reck en la F.l.i.a 2015



Union de las Artes Combinadas







          

sábado, 21 de noviembre de 2015

Cuento: Catalogador de Galaxias







Fue su decisión. Nadie lo obligó a lo que a él le daba el mayor de los placeres y que para otros, tal vez fuera una tortura.
    Con su cuerpo de sílice especialmente preparado para la tarea, ahora trasmite desde los bordes del cúmulo estelar septentrional de la estrella Arcturucs.
    Ciento cincuenta años lleva en su labor. Sabe que las reservas de su flujo de vida, gracias a la tecnología de los Antarianos, rozan los quinientos mil años. Por otro lado, según él nos contó, sacó la cuenta de que si catalogaba unas quinientas por cada día de Andrómeda y llenaba su ficha con todos los datos para luego reenviarla a las cincuenta y tres estrellas interesadas en su trabajo, tal vez pudiera catalogar cincuenta millones de colosales galaxias.
    Su estación espacial no es muy grande, pero sí lo suficiente como para no aburrirse. Es de estilo laberinto, en las que uno, aun conociéndolas, puede desaparecer en sus entrañas por largo tiempo, hasta encontrar de nuevo el camino.
    La estación es de forma cilíndrica, de no más de doscientos metros de largo y treinta de diámetro. Suficiente para tener una centena de recovecos y habitaciones que, con tecnología holográfica, como los que existen en cualquier selva de las estrellas interesadas en el proyecto, te hacen sentir en un pequeño mundo lunar, lleno de vegetación.
    Si uno se encontrara ahora mismo en su lugar, como nosotros mismos podríamos, vería mucha oscuridad desde las ventanas de su cabina preferida. También cuenta con otras cuatro, en total, cinco, todas diferentes. Pero aunque, en apariencia son incomparables unas de otras con muebles de culturas muy diferentes, también son funcionales a la tarea que él lleva a cabo. Para que ustedes se den una idea de las confluencias culturales entre las cinco cabinas, daremos el siguiente ejemplo: en una, se ve una manija para beber líquido, en otra de las cabinas de trabajo, el mismo artilugio es una esfera traslucida, que brilla al tocarla.
    Pero ¿Por qué tanta complejidad y lujo? , podría preguntarse alguien.
    Digamos que los interesados son suficientes, y saben lo que los largos períodos pueden llegar a provocar en la conciencia… En otros términos, para que quien, en su libre albedrío, ha elegido esta tarea no se vuelva loco y, con ello, se pierda la misión.
    Otro podrá preguntar: ¿Por qué una persona sola en una estación espacial haciendo este trabajo?
    Porque las culturas que introdujeron a esta persona siguieron este flujo de vida desde años antes de su nacimiento y saben que es la indicada.
    Otro integrante de este público eterno y atemporal podrá preguntar también: Pero ¿Por qué estar solo?
    En realidad todos estamos solos en el Universo. Los demás pueden estar cerca del cuerpo pero separados por años luz de nuestra conciencia. En definitiva, para que esta persona se concentre más en su tarea y, porque, la soledad es parte del experimento.
    09. X .120. 6574 Fin de trasmisión...




lunes, 16 de noviembre de 2015

El Metro de Terciopelo Vol. 15






lunes, 9 de noviembre de 2015

El Metro de Terciopelo Vol. 14


En el programa de hoy, nos visitan Juan y Esteban de la banda Bulo. Escuchamos sus temas grabados y tocan unos temas en vivo.








domingo, 8 de noviembre de 2015

F.l.i.a Buenos Aires 2015




viernes, 30 de octubre de 2015

La doble casa rodante de dos pisos

Nunca olvidare ese día, cuando vimos por primera vez, digo vimos porque estaba con mis amigos de la cuadra, mirando la plaza en donde siempre jugábamos a la pelota y en donde hacía ya trece años, había estado llena de árboles. Yo por mi corta edad no recordaba pero lo sabía por los cuentos de mi abuela.
    No así ahora, que estaba pelada a no ser por el pasto fino como cabello, que permanecía corto, cortísimo, sin que nadie tuviera que preocuparse más por cortarlo.
    Fue ese día que, a media mañana, se oyó el motor.
    Félix, un gran conocedor de esos ruidos, porque su padre es mecánico, dijo, como si el increíble acontecimiento sucediera en cámara lenta:
    —¡Es un Chrysler! 
    En ese momento, tan fuera de tiempo, todos dimos vuelta nuestras cabezas, para ver como, rauda y potente, entraba la increíble camioneta con motor de doce cilindros.
    Se posó frente a nosotros y a nuestro edificio viejo, pero digno, y ocupó todo el centro de nuestra plaza y lugar de juegos.
    No nos sorprendió su presencia, tampoco su fabuloso ruido parecido a la aceleración de avión. Era lo que llevaba enganchado tras de ella y su contenido, también.
    Una hermosa casa rodante de dos pisos con forma de burbuja que, como la camioneta de líneas redondeadas era azul metalizado.
    Los ventanales estaban sin cortinas y dejaban ver a una familia que si no fuera porque ya la camioneta nos decía todo, habríamos jurado que tenía cierto parecido con la del comercial. La única diferencia era que, en ese comercial, la mujer tenía el pelo negro, y estaba junto a un chico de unos diez años, y acá, la mujer llevaba el pelo rubio y vivía con dos chicos pequeños más una chica de nuestra edad, que era rubia como su mamá.
     Todos descansaban en el inmenso remolque de atrás, compuesto por burbujas semitransparentes, ultralivianas. Como lo repetía el comercial casi hasta el hartazgo: ultralivianas, ultralivianas. En su conjunto debían ser, pensé en ese entonces junto con los muchachos, una residencia andante.
    Los días pasaron y nos fuimos acostumbrando a su presencia. La familia ahora vivía en la gran camioneta con remolque en el medio del parque, que repito, era donde jugábamos.
    Para eso se compraban. Uno ya no se preocupaba en caso de perder el trabajo o de querer cambiarlo. No tenia que mudarse. Por eso mismo, todos los días el padre de la familia, a eso de las ocho treinta, salía por la puerta lateral de la Van, que parecía la de un avión, y se iba, valija en mano a trabajar.
    Especulamos con los chicos dónde habría conseguido trabajo este hombre, más en esta época tan difícil, con casi un treinta y tres por ciento de desocupación.
    Pepe había tenido insomnio y había pasado la noche vagando por el barrio. De puro aburrido decidió ver el amanecer. Entonces, vió al padre de familia lo siguió, y después nos contó que trabajaba en la calle Cervantes. 
Pero no nos dio la dirección exacta. Porque, si todavía estaban tomando gente, quería ofrecerse como cadete aunque solo le pagaran mil quinientos por mes.
    Nos conto también que el hombre se llamaba Esteban pues así le dijeron cuando abrieron la puerta de la fábrica:
    —Pase, Esteban.
    No voy a negar que sentí curiosidad de conocer por dentro esa camioneta y, para ser sincero del todo, conocer a su hija mayor. Desde que la vi, me tenía al mejor estilo Pepe: insomne.
    Era la más cercana a mi edad de trece, y por eso, en un nuevo largo desvelo. Se me ocurrió utilizar ese único conocimiento, el nombre de su padre, como un hilo que jalara de la cuerda y que me dejara entrar a esa fantástica camioneta.
    Cada vez que lo veía, le decía:
    —¡Buen día señor Esteban! 
    Esto pareció llegar a oídos de la hija y me hizo quedar como un muchacho muy amable y correcto.
    Desde entonces, podíamos ir a tocar el timbre de la casa rodante y ella salía a jugar con nosotros.
    Como era la única chica en el grupo, recibía gran atención. Hasta que una tarde soleada de invierno, los demás chicos no salieron, para alegría mía. Los dos nos quedamos solos nos conversando toda la tarde. 
    Fue ese mismo día que la hija de Esteban, dueño de la camioneta de casi doscientos mil pesos, de aquella época, me invito a conocer su casa rodante. No les voy a negar que ella, con su hermoso rostro, nos tuviera enamorados a todos y a mí, que no era exactamente el más popular, sino uno de los más callados, fuera el elegido. Me dejo más confundido que cuando vi llegar a la camioneta.
    Cuando estuvimos dentro, se encargó de mostrarme todos los compartimentos. Sus pisos de parqué, su escalera metálica que conducía a la cumbre de la burbuja trasera, al pequeño tercer piso donde teníamos que entrar casi a rastras.
    No me quejé de lo apretados que estábamos.  Ahí estaba el observatorio.  Y no les niego que tampoco paré de subir y bajar por esa escalera, con cualquier excusa. Que tenía que ir al baño, que me había olvidado algo abajo, etcétera. Todo por el solo placer de subir y bajar por la escalera.  
    Estar arriba con esa preciosura era sumamente gratificante. Pero una parte todavía infantil de mí, debía batir el récord de subidas y bajadas, para contarles a los chicos.
    Luego todo se fue transformando en uno de los mejores días de mi vida.
    Los padres dijeron que salían, que la dejaban a cargo de la casa rodante. Entonces nos quedamos en la cúpula a ver el atardecer y ahí le di el primer beso.
    Toda esa noche o hasta que los padres llegaron, estuvimos hablando sobre la vida. Ella, que lo tenía todo o eso parecía, no tenía amigos con tanto viajar, y yo que tenía “nada” pero muchos amigos. 
    Al poco tiempo, partieron. Ese día me levante para despedirlos. Luego me quedé toda esa mañana junto a la pared del garaje, donde siempre nos juntábamos con los chicos.













Lo que uno puede escribir...





Poesía Karate



1 año de radio F.l.i.a



Festival por la Galleguita en el Rockellin.



martes, 27 de octubre de 2015

La Historia Circular


I

Todo comenzó una tarde de domingo cerca del lago. Como se conocía mi gran interés por los ovnis, me preguntaron si estaba enterado de la próxima aparición del globo rojo.
    Con mi gran curiosidad innata, pregunté:
    —¿Qué globo Rojo?
    —Es una esfera de ese color que aparecerá dentro de cinco días, en Villa Vicario —me respondieron.
    No pude salir de mi asombro, y en la conmoción del momento pensé que ya tendría que estar avisando a todo el mundo. O sea a mis conocidos que, luego, lo transmitirían a sus allegados y así, en su momento, lo sabría mucha gente. Hasta pensé en avisar a través de una radio difusora, pero enseguida me di cuenta de que esa idea venía de mi gran emoción.
    No pasaron tres días que, hablando del tema con la gente del pueblo conocí cinco chicos que estaban enterados de los futuros posibles acontecimientos. Era el premio al esfuerzo de haber hablado, durante casi dos jornadas completas, y no desaproveché la oportunidad de seguir informándome.
    Le pregunté a uno que llevaba el pelo largo casi hasta la cintura, al mejor estilo heavy metal. En realidad, tres de ellos tenían el pelo largo, los otros dos corto; uno era rubio, y el otro llevaba anteojos. El heavy comentó:
    —Se trata de una vieja historia del pueblo de Vicario, y es de hace unas décadas. Allí vivía un hombre llamado Narciso, que al parecer era muy malo. No se llevaba bien con los adolescentes. Siempre los amenazaba con que iba a traer el globo rojo —el muchacho luego de acomodarse la larga cabellera prosiguió—. Ellos por supuesto aprovechaban lo dicho por este, para realizarle todo tipo de bromas.
    El muchacho de anteojos siguió con el relato:
    —Parece ser que a él no le importó y siguió con el mismo cuento hasta que, un bendito día, el tal Narciso murió.
    El heavy interrumpiendo al muchacho de anteojos:
    —El pueblo no supo si entristecerse o alegrarse y quedo en silencio con el acontecimiento.
    Luego de dos meses, a mediados de verano, algunos pobladores dijeron que les había parecido ver a Narciso caminando de noche, por el campo. Y la más extraña prueba del suceso fue que al día siguiente, en la mañana y frente a las playas, un gran globo rojo de más de tres metros de diámetro apareció flotando en el aire. Nadie pudo creer lo que fue a contar al pueblo, la gente que caminaba por la playa esa mañana.
    Cuando el tercer muchacho terminó de contar, yo no supe que decir.
    Cierto era que nunca había oído una historia como ésa. Pero tampoco me convencía de que fuera verdad, y también me desilusionaba tal vez no poder concretar mi idea de ver un ovni. Igual les dije que resultaba una historia muy entretenida y ellos, en suma, me dijeron que pensaban del mismo modo. Pero, por pura curiosidad y diversión, también tenían pensado el domingo ir a ver que sucedía en Villa Vicario.
    No voy a negar que me tentara la posibilidad de aventura. Además cuando luego, el de anteojos dijo:
    —¡Muy posiblemente no pase nada! —entendí que esa era una probable verdad, pero aun así sería interesante ir a ver si sucedía algo, y les dije que iría de buena gana.
    Arreglamos que nos encontraríamos los seis, al día siguiente, ahí entre los árboles, frente al mar.
    Al otro día, a media tarde, estábamos todos hablando entusiasmados, hasta que uno de los chicos, el último en llegar y quien, de tan exaltados, no le habíamos dejado decir palabra, comentó:
    —Por la televisión están haciendo un reportaje a una señora que vive en Villa Vicario, y ella cuenta la misma historia que Narciso, y afirma que es verídica.
    El muchacho vivía a pocas cuadras de ahí, y al trote fuimos a ver la entrevista a la señora.
    “Era cierto parecía muy extraño que fuera verdad. Pero ahí estaba la historia del globo rojo en el noticiero”.
    Cuando llegamos a la casa de este muchacho, su madre miraba la TV de la cocina, y nos invitó a sentarnos a la mesa redonda, a ver a esta otra señora que aparecía en televisión contando la historia.
    La de la nota tenía el pelo blanco, y unos setenta años de edad, calculé, mientras miraba el reportaje. Parecía una campesina.
    De fondo, se podían ver unos pastos verde claro, típicos de los campos en las afueras de la ciudad. El periodista era Valentín Branco y preguntaba:
    —¿Pero esta segura, que esa historia es verídica?
    —Le repito que yo misma conocí a Narciso, y fui testigo de una de las apariciones del globo rojo.
    —O sea, que no apareció una sola vez.
    —En ningún momento dije que fuera una sola vez. Por lo menos, cinco veces, si mal no recuerdo.
    —Y dígame… ¿El resto del pueblo cree en Narciso? ¿Toda Villa Vicario cree en la historia del globo rojo?
    La entrevista continuó dando vueltas siempre en torno a lo mismo, y nos aburrimos de verla, aunque estábamos bastante sorprendidos con todo aquello.
    Ya no había más nada que hacer, y nos dispusimos a irnos, pero antes arreglamos con los muchachos que nos encontraríamos el viernes antes de la noche, para salir a tomar algo y dar unas vueltas por el centro.
    Ese mismo viernes, nos encontramos a media tarde en la calle Vitorica. Caminamos un rato por sus angostas veredas, buscando un bar que fuera de nuestro gusto. El mismo tema seguía dando vueltas y por fin arreglamos que en vez de salir y acostarnos tarde, como solíamos hacer, nos iríamos a dormir temprano para levantarnos a las seis en punto y partir hacia Villa Vicario, que se localizaba a unos cuarenta kilómetros.
    Al amanecer, nos encontramos en el borde de la plaza que baja hasta la costa, a un costado de la autopista a Villa Vicario. Yo iba en bicicleta igual que otro de los chicos, mientras dos iban en dos motos y el resto, en un fitito.
    Antes de que saliéramos nos sorprendió la emisora de TV de nuestra ciudad con el reconocido periodista Valentín Branco. Lo miramos asombrados mientras él le decía al camarógrafo que bajara de la camioneta para filmarnos que él nos preguntaría si nuestros preparativos a hora tan temprana del sábado, eran para ir a ver al globo rojo.
    Al parecer sin que nos diéramos cuenta, como ocupábamos una parte de la rotonda de entrada a la ciudad, debíamos de estar llamando la atención: Por eso la camioneta del canal, ávida de noticias sobre el globo rojo y buscando algo para el noticiero de la mañana, se detuvo frente a nosotros.
    Nos quedamos hablando con Valentín Branco durante unos minutos. Nos preguntó a qué nos dedicábamos. Yo dije que era estudiante y ahí me enteré de que tres de los chicos que viajaban en el Fiat 600, tenían una oficina dentro de la Dirección General de Rentas. Una oficina privada, cosa que me extrañó mucho, porque se trataba de un ente estatal. Estos muchachos, el cual uno era el de anteojos, contaron como las ya conocidas privatizaciones habían llegado a eso, y como habían entrado al ente con su pequeña oficina privada, al fondo de un pasillo dentro de una de las dependencias de la empresa estatal. Luego Valentín le dijo al camarógrafo que cortara. Branco parecía muy contento con la nota y ante la emoción de tener ya algo desde tan temprano, arregló con nosotros, que nos seguiría con la camioneta durante los primeros cinco kilómetros para filmar nuestra salida en dirección al pueblo vecino.

II
    
Arrancamos dos en bicicleta, dos en moto y el resto en auto, con la camioneta del canal que nos seguía y nos filmaba.
    Valentín con el micrófono extendido por la ventanilla delantera, iba preguntando qué esperanzas teníamos de ver al globo rojo.
    Enseguida noté que estábamos yendo bastante rápido y que el otro chico de la bicicleta era un verdadero ciclista. No era que yo no supiera andar, porque en verdad me consideraba buen ciclista y  estaba en buen estado. Pero también era cierto que resultaba bastante difícil seguir la marcha de la caravana, y muchas veces me quedé atrás, y tuve que pedalear fuerte para alcanzarlos.
    Valentín fue pasando el micrófono a uno por uno y todos iban opinando yo, como siempre, venía bastante atrás. El, con el micrófono y yo, a puro pedaleo, intentamos acercarnos para que pudiera dar mi opinión al noticiero de la tarde, y cuando pude decir “no sé”, la bicicleta se me movió y estuvo a punto de quedarse debajo de las ruedas traseras de la camioneta.
    Cuando empezamos a pasar ante el parque industrial, la camioneta del canal dio media vuelta en la rotonda y se perdió rumbo a la ciudad.
    Seguí pedaleando con fuerza para seguirles el ritmo a los demás. Uno de los que iban en moto, me propuso que me agarrara de él para no tener que seguir pedaleando. Pero desistí de la propuesta.
    Tenia muy fresco, todavía, el momento que casi había chocado con la camioneta, y preferí seguir como estábamos.
    Ya eran las once, el cielo se veía bastante claro, mientras una nube de smog, como una larga mancha gris, descansaba a baja altura en el cielo turquesa de esa mañana.
    A eso del mediodía, el parque industrial había quedado atrás y, por fin, pudimos volver a ver al mar.
    Paramos a descansar junto a la rambla y nos quedamos a comer unos sándwiches que uno de los muchachos había llevado. Más exactamente, el que nos invitó a ver la TV con su madre, la cual de buena gana, preparó provisiones para cuando paráramos a descansar, camino a nuestra extraña aventura.
    Cerca de donde nos encontrábamos, dos hombres, a quienes en un principio, no dimos la menor importancia, permanecían en la rambla mirando el mar, absortos en una conversación que nos pareció, por lo menos a mí, de lo más profunda. Un rato después, entre risas y carcajadas, terminamos por llamarles la atención nosotros a ellos. Se acercaron y, luego de presentarse, nos preguntaron a dónde nos dirigíamos.
    Enseguida les contamos a dónde íbamos y uno de ellos, el más alto y grandote, de anchos bigotes, preguntó:
    —¿No oyeron hablar sobre el globo rojo?
    Entusiasmados respondimos 
    —¡A eso venimos! 
    Nos pusimos a hablar del tema como si fuera la primera vez, pero en esta ocasión, con dos nuevos integrantes, más adultos que nosotros.
    —Nosotros también vamos a ver el globo rojo, pero  todavía no estamos muy seguros de ir o no —dijo el más flaco y bajo de los dos.
    —Por que, si bien vimos la historia de la señora por TV, pareció una historia de campo, de ésas que se cuentan en los pueblos — agregó el de bigotes.
    Todos concordamos en eso, que no era más que una historia de las que se cuentan en los pueblos, pero uno de los muchachos, en nombre de todos, dijo: 
    —Igual iremos a ver si pasa algo.
    Esto último pareció convencer a los dos hombres. El de bigotes agregó:
    —Somos los dueños de la estación de servicio con parada de ómnibus, que está enfrente de la rambla, del otro lado de la ruta.
    —No queremos hacerles perder más tiempo. Espérennos cinco minutos, que le avisamos al chico que trabaja en la  estación de servicio que nos vamos, y enseguida venimos con un coche —agregó el flaco.
    Los hombres nos resultaron agradables y buena gente, y aceptamos gustosos. También les dijimos que, si tardaban un poco más, no mucho, no se preocuparan que los esperaríamos.
    Cinco minutos después, estábamos otra vez rumbo a Villa Vicario. Ahora, con dos autos, dos motos y dos bicicletas.
    El hombre de bigotes iba del lado del acompañante y no dejaba de gritarnos y animarnos para que los dos ciclistas siguiéramos pedaleando.
    La cosa era que, con este nuevo vehículo y los gritos del hombre de bigotes, estábamos yendo más rápido que antes. Los autos en la ruta pasaban por mi lado, formando bolsas de viento que me obligaban a zigzaguear peligrosamente.
    Luego de una hora y media, pasamos por la terminal ferroviaria cercana a Villa Vicario y el aire fresco, más la ruta que ahora venía un poco en bajada, ayudaron a mis últimos esfuerzos de pedaleo.
    Pasamos por debajo del puente del ferrocarril y salimos a la bajada del pueblo, entrando en las pocas cuadras de ciudad del lado de la playa.
    La mayoría de las casas de Villa Vicario, eran de paredes blancas y tejas rojas, en un bello juego de colores con el verde del campo y el horizonte marino de fondo. Nos dirigimos a una casa y uno de los chicos, el de anteojos, ni bien paramos frente a ella, subió rápido la escalera y abrió la puerta. Todos entramos en la cocina y alguno de los muchachos guardaron cosas en la heladera. Cuando pregunté, un poco en serio, un poco en broma:
    —¿Pensamos quedarnos mucho tiempo?
    —Sí, todo el fin de semana —me respondió el heavy de pelo largo.
    Me sorprendió la noticia, porque el domingo tenía que estudiar. Además de que no había avisado en casa, porque creía que volveríamos el mismo día. Repliqué entonces: 
    —¡Che, podrían haberme avisado!
    Todos, incluidos los dos hombres, que también fueron invitados a la casa, trataron de convencerme de que me quedara. Aparte, no sabíamos si el globo rojo iba a hacer su aparición el sábado o el  domingo.
    Casi me habían convencido, cuando pedí permiso para hablar por teléfono y avisar que no volvería ese día. Me atendió la operadora, y le pedí el número de la remiseria. La chica dijo no sé qué y empezó a dictar rápidamente un número. Entonces pregunté:
    —Disculpe ¿Que ha dicho?
    —¡El número que doy es el correcto! —respondió, como si la sorprendiera mi pregunta. Luego volvió a decir la misma frase incomprensible y a repetir el número de teléfono, tan rápido, que no me dio tiempo para anotar. Entonces le dije:
    —Puede repetirlo, porque de tan rápido que lo dicta no me da tiempo para anotar.
    Cortó y me dejó con el auricular en la mano, oyendo el tono de la línea vacía. Pensé entonces que, de volver a llamar, la telefonista me reconocería la voz y volvería a cortar. Desistí del intento.
    A la casa había entrado alguien más, y una pared me impedía ver quien era, y quise ir a ver si la chica estaba tan buena como decían. Entonces colgué y dejé la llamada para más tarde. Pensé, también, en volver en bicicleta por la ruta. Pero ya media tarde y pronto bajaría el sol y, aunque casi me decidí a salir rápido, supe que no llegaría muy lejos antes de que la noche me atrapara en medio de la ruta. No era miedoso, pero ya estaba bastante asustado con manejar de día, como para ir de noche sin luces, con todos los autos pasándome por al lado.
    Volví a la cocina a ver a esa muchacha. No era muy alta, pero sí muy linda, y hablaba como loro con los chicos explicando no sé qué embrujo para llamar al alma de Narciso, cosa que me pareció muy de mal gusto. En realidad no era esa la razón, sino que no tenía ganas de que lo hicieran. Pero la persona más inquieta del grupo, el hombre de bigotes, bajando unos escalones hasta un patio sin techo que daba a una alta terraza, desde donde se podía ver el horizonte del mar atardeciendo, dijo:
    —Hagámoslo antes de que la noche termine por llegar.
   
III

De ahí en adelante todo pasó muy rápido. La chica se puso junto al hombre y dijo:
    —Yo voy a ser la primera en decir el conjuro.
    Empezó a pronunciar extrañas palabras. Luego pareció como si estuviera poseída, y con gran fuerza empujó primero al hombre de bigotes, que no era pequeño, y empujándolos hacia atrás, golpeó a cada uno de los demás en el pecho.
    A mí no llegó a golpearme, porque me alejé y no pareció verme.
    Luego de eso, con voz rara, la chica dijo:
    —Ahora deben hacerlo los demás.
    —Estoy de acuerdo —dijo el de bigotes junto con algunos muchachos que afirmaron con la cabeza, mientras la única negativa  era la del compañero de bigotes y la mía.
    Ayudados por la chica en el ritual, empezaron con el conjuro. No perdí tiempo y empecé a correr como loco buscando la salida de la casa, porque me daba cuenta de que era un verdadero laberinto. Pero que en mi nerviosismo no podía encontrar una salida.
    Las extrañas frases se oían desde la cocina. Luego de un momento creí entender la forma de la casa, y en eso se oyó un grito terrorífico como si mataran a alguien. No dudé ni un segundo: era la voz del otro hombre, el amigo del de bigotes. Tampoco dudé de la locura colectiva de los que estaban ahí, ni cuál era la causa de ese grito y qué le habían hecho al pobre hombre. Porque no había aceptado repetir el conjuro. No pude seguir sacando conclusiones por que una fuerte voz proveniente del mayor del grupo, dijo —¡Atrapen al muchacho! ¡Atrápenlo!
    Salí corriendo y, de un salto, bajé las escaleras. El de bigotes me seguía de cerca pero tuve la distancia suficiente como para agarrar la bici y salir a la carrera. El hombre corría rápido y estaba a punto de alcanzarme, pero subí y empecé a pedalear por una calle en subida, que la recorrí como si fuera una recta. Pasé por debajo del puente ferroviario y salí a la ruta. Era de noche, estaba muy oscuro, y después de eso no recordé más.
    Cuando desperté, todos me rodeaban, los muchachos y los dos hombres, y dijeron al unísono:
    —¡Sorpresa!
    El terror se apodero de mí. No sabía que me había o que me habían hecho, ni dónde estaba.
    La luz que entraba por una ventana me indicó que era de día y que, posiblemente, estuviera en el hospital. Otra gente conocida también estaba ahí, y eso me tranquilizó. Uno de los chicos, como si yo fuera una especie de héroe, dijo:
    —¡Volviste pedaleando dormido!  
    Todos, hasta algunos conocidos, inclusive, lo confirmaron como si fuera la más pura verdad. Me pareció de lo más extraño que había oído, y entonces dije —¿Cómo que volví pedaleando dormido?
    Me lo repitieron y agregaron que ya estaba comprobado, que me habían encontrado cerca de la entrada de la ciudad el sábado a la noche, dormido y tirado a un costado de la ruta, y que una ambulancia me había llevado al hospital.
    Otra de las cosas que me sorprendieron entre el palabrerío que oí todavía medio dormido, fue que eso había pasado casi cuarenta y ocho horas atrás, y que hoy era lunes.
    Luego de eso, desperté.
    Eran las ocho de la noche y estaba oscureciendo. Me había acostado a las seis de la tarde. Fue uno de los sueños más extraños que jamás he tenido. Dudé un poco, y luego empecé a escribir.