I
En aquel bello planeta de desiertos
extensos y cielos sin nubes, en una de las tantas formaciones rocosas del país
de Kumbu-La, vivía un científico de la abstracción. Morlo era su nombre, y
desde la terraza de arenisca de su casa, observaba los rayos de Alberta que
llegaban a la cueva. Descansaba con una taza de té de cactus, en su mano
derecha delantera. Era un momento de calma y placidez, hasta que una ráfaga de
viento le hizo recordar la fantástica historia de su especie. De aquellos
gráciles seres cuadrúpedos que, en épocas pasadas, corrían por los bajíos de
altos follajes. De aquellas primeras aventuras de los antepasados por los
extensos desiertos de su mundo.
El paisaje hipnotizaba al científico, mientras sacaba la cuenta de que
hacía unos 102.000 giros de Amarillo a Alberta, su pueblo, gracias a una
antigua y venerada civilización galáctica, había tomado conciencia. También, en
el paisaje de la ventana, se veía cientos de unas flores muy particulares.
Morlo sabía que, según antiguas historias, estas flores, habían sido creadas por la misma
civilización, que otrora le diera conciencia a su pueblo. Sabía que esta
civilización, en busca de un destino, había partido rumbo a las estrellas.
El pueblo de Morlo tenía otro legado de esta misteriosa civilización: el
idioma y el nombre de su especie, “Agulares”, palabra que deriva del hecho de
tener cuatro manos, dos delante y dos atrás.
Con el tiempo, al descifrar los antiguos textos, los agulares
aprendieron a crear las flores minerales y de metal. Estas, desde el alba hasta
el crepúsculo, brillan en los horizontes desérticos de Amarillo.
Pero, ¡no crean que los Agulares están solos en esta tierra! Cuentan con
la ayuda de una interesante especie que puebla la gran Galaxia: la especie
humana. Juntos, dan forma a las flores que adornan los paisajes de este mundo
desértico y rocoso.
II
Morlo observaba el paisaje con su
catalejo por las amplias ventanas de arenisca que, de modo natural, se forman
en la roca amarillenta.
¡Había miles de flores!
—Todo tiende a su centro y se estabiliza —dijo en vos alta.
Miró a su última creación: La Flor de Oro y al verla brillar, pensó:
“Mucha luz llega desde Alberta…”.
Por la escalera irregular subía un humano de pelo castaño y le preguntó:
—Sigus… ¿cuál es el número que el cielo dispuso para regir al orden
estelar?
—¡Trece! —respondió el humano que, además era su asistente en la tarea
de crear las flores minerales.
—Si el trece es el número con el
que está construido el Universo, querido Sigus, ¿debemos suponer que son trece
las divisiones del infinito?
—Creo, Morlo, que es probable que sean trece… —respondió de manera escueta el
humano.
Sigus hubiera dado una respuesta mejor, pero sus pensamientos estaban a
una legua de distancia, más precisamente, en el terreno de su casa, donde
experimentaba con algo maravilloso. Pequeños y finos pastos.
“¡Una verdadera alfombra viva!”, pensó orgulloso Sigus, y siguió: “Hice
un verdadero milagro, porque en estado natural, crece muy disperso y despacio”.
Entonces, se preguntó si el diálogo con el científico, que cada veintiocho
vueltas de Amarillo a Alberta, le pagaba su sueldo, no se debería a que, con su
telepatía, el agular sospechaba algo. Sospechaba que su atención estaba en el
experimento de su casa.
—Ya que no me prestas atención, eres libre de irte a tu casa —dijo el
científico de la abstracción, que había leído los pensamientos de su empleado.
El tiempo pago se había cumplido y Sigus, acostumbrado a la telepatía de Morlo, sólo se
creyó en la obligación de despedirse. Como se acostumbraba, saludó al agular
con una mano. Ya en el camino bordeado por las piedras naranja fluorescente,
sus preocupaciones regresaron. Pensaba en su esposa. Ella estaba extasiada con
su experimento, pero a diferencia de él tenía sus propias ideas sobre lo que aún
consideraba magros resultados.
“¡Emma desea comerse el pequeño pasto!”, se dijo Sigus, angustiado, y
dejó su habitual paso tranquilo y comenzó a caminar mas rápido. “Debo hacer lo
imposible para convencerla de que ése no es el destino que he elegido para mi
experimento”, se dijo cuando Alberta con sus rayos solferinos marcó el fin de
aquella jornada.
Llegó a la puerta de su casa de piedra. Un millardo de estrellas se
asomó en el cielo y Emma, al verlo entrar, comentó:
—Cuidaba tu experimento y me
preguntaba, ¿qué vas a hacer con tan rico pasto?
Sigus se sacó el poncho, se
dejó el quitón y confesó:
—Emma, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? No lo veas como un alimento.
Es sólo un experimento... —Ella
lo miró y él prosiguió—: Para algo cobramos un sueldo con el que podemos
comprar vegetales.
Dejó el poncho en el perchero:
—Vayamos al mercado y…
Pero no pudo terminar. Emma entró en un ataque de histeria y a grito
pelado, exclamó:
—¡Los vegetales del mercado no son ni la mitad de nutritivos que los de
tu cultivo! ¡Y estos los tenemos acá, sin
tener que caminar una legua!
—Emma querida, vayamos por partes —dijo un Sigus conciliador y en un
intento de calmarla, agregó —: Salgamos a ver el cielo nocturno…
Su esposa aceptó, no muy convencida, y luego de algunas vueltas, en las
que ordenó enseres, al fin salió a observar el espectáculo del centro galáctico.
Se sentó en el suelo junto a su esposo y, con imaginación, los dos vieron cómo
el millardo de estrellas de múltiples colores hacían las veinte
constelaciones de ramilletes de flores
geométricas. Varias estrellas fugaces cruzaban el firmamento. Un sordo silencio
cubría el cielo y Emma fue la primera en hablar:
—No quiero que pienses que estoy en contra de tu experimento… —Sigus se
ordenó el pelo enrulado, sonrió, la acarició y ella continuó—: Sólo quiero
saber cuál va a ser la finalidad de todo esto…
Miró a su hermosa mujer con cariño y dijo:
—Voy a contarte...
—Soy toda oídos...
—Una vez tuve un sueño. En ese sueño, el mundo aparecía cubierto de los
más deliciosos pastos que alguna vez hayas probado… —sacó su pipa, preparó el
tabaco—: ¡He descubierto una fórmula!
—¿Para qué?
Sigus parpadeó y respondió:
—Para crear alfombras verdes y con ellas, cubrir nuestro desértico
planeta —extendió la mano como si abarcara el horizonte—. ¡Nuestro mundo sería
verde Emma! ¡Todos comeríamos del mejor pasto!
—¡Podríamos volvernos ricos! —exclamó ella.
Sigus supo que lo decía en broma. Rieron juntos, se les quitó un gran
peso de encima y entonces se dijo a sí mismo: “Ahora sé que mi experimento está
en buenas manos…”.
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