I
Corría el año 32.942 de la era de Unión e integridad y en una ciudad
llamada Sacola vivía un muchacho de doce años. La tarde empezaba a caer y él
terminaba con las tareas asignadas de aquel día.
A más de quinientos metros de altura, desde la ventana de fibra vegetal
observaba las grandes extensiones de bosque naranja y madre selva. En el
horizonte lejano un mar dorado se fundía con el cielo amarillo.
Hubiera sido un atardecer cualquiera, a no ser por el extraño y
misterioso sentimiento que regresaba. Era
la sensación de que alguien lo llamaba del bosque y convertía aquel momento, en
un instante único. No era la primera vez que sentía de ese modo. Varias veces a
lo largo de su infancia, había vivido la misma experiencia y con cada encuentro
de esa voluntad, esta llegaba con más fuerza.
Era una orden del lejano bosque que le decía que debía ir. Que debía
internarse unos cientos de metros en el atardecer del bosque y encontrase con
él. ¿Pero quién era él? ¿Seria él mismo? ¿Quién lo llamaba?
Sus pensamientos giraban de idea y
recordaba el sueño que tuviera la noche anterior. Estaba en una extraña
astronave y viajaba con un compañero insólito y peludo. Era igual a los
pequeños mamíferos que poblaban su Gut-Bit pero de contextura saetiana como él.
Entonces no supo el porqué, pero sintió que era el momento. Que con sus doce
años ya contaba con el suficiente valor para ir a comprobar que o quien era que
clamaba por su presencia. Saludo a su madre y le dijo que saldría a dar unas
vueltas por la ciudad.
II
La inmensa
estructura con forma de árbol, la ciudad de Sacola, era suya. La conocía como
la palma de su mano. Todos los mercados, todas las combinaciones de elevadores
hasta las cinco terminales de trasbordo subterráneas. Conocía cada recoveco de
la fantástica estructura. Pero a no ser por los paseos por el bosque, que
siempre realizaba de día con sus compañeros y maestros. Cierto era que nunca
había salido de la ciudad solo. Pero al fin y al cabo el bosque era parte de la
ciudad. Sin él no tendría sentido la otra.
“Solo debe levantar la vista, para que
entre las ramas, aparezca la fantástica ciudad” se decía Boros para tomar
coraje, “Tampoco hay forma de perderse”.
Una de las reglas que todo niño aprendía en
la infancia era que si uno se distraía y no encontraba ninguno de los caminos
marcados, solo debía buscar la ciudad y seguir su figura.
Salió por el portal doce, tras él, la mole
de dieciséis metros de alto de color marrón brillante, con una poderosa música
de campanas, se cerró. Era la música de un gigante que con la voz musical de su
pueblo, como en centurias pasadas decía sus últimas palabras ante la partida de
un batallón de exploradores.
Solo tuvo que alejarse seiscientos metros
para que a sus costados el bosque respirara en paz. A la entrada del bosque la
pareja de estrellas Vina y Eutenia llamadas también las compañeras, que conformaban el sistema
binario con su sol Sarco, provocaban una noche casi clara. Aquella noche
celeste que cada tantos días aparecía. Entonces agradeció que fuera esa noche,
ya que las compañeras le alumbrarían mejor su camino.
Las barbas de los troncos amarillos de
finas hojas naranja oscuro ahora escuchaban silenciosos los pasos del nuevo visitante. Había recorrido un largo trecho, el bosque
estaba mas tupido y solo se guiaba por el sonido de sus zapatos. Las ramas de
los árboles casi no dejaban ver la luz de las estrellas y entonces se dio
cuenta que el bosque sin la luz de Vina y Eutenia se presentaba menos amistoso de lo que antes creía. Un
miedo empezó a crecer hasta corromperlo por dentro y una idea inoportuna y
horrible le vino a la cabeza. Imaginó que detrás de sus pasos el bosque
cambiaba los caminos. Transformaba los senderos en un laberinto en el que por
años
buscaría la salida, sin nunca poder encontrarla. El miedo
unido a la inoportuna idea se transformó en un terrible pánico y lo hizo dudar
del porqué había ido hasta ahí.
Una cantidad abrumadora de imágenes y
emociones lo invadió y casi aturdido se detuvo en el sendero. Acometido por
esas imágenes y emociones sin sentido estuvo a punto de caer de rodillas.
Trataba de pensar en otra cosa. Dudaba de que fueran suyas y con todas sus
fuerzas intentaba evitarlas, pero al fin no pudo escapar.
Las imágenes y emociones ajenas ahora lo
dominaban y en su límite de capacidad, por primera vez, con una fuerza como
nunca antes de aquel día conociera, sintió que una nueva voluntad salía de su
ser. Todavía dudaba de su propio valor y cordura. Pero esa voluntad rechazaba y
alejaba esas emociones externas que lo atormentaban. La fuerza segura detenía a
lo extraño. Las imágenes y sensaciones fueron cesando. De nuevo tuvo el dominio
de su ser y con llanto, preguntó:
—¿Quién eres? ¿Que quieres de mí?
El silencio del bosque regresó y para
sorpresa del hombre niño, una voz salió desde las profundidades de las ramas:
—¿Quién soy y que quiero? Soy Sarcus y te
queremos con nosotros…
Con la presencia de esa conciencia que le
hablaba y con su nueva voluntad se adentró más en el denso bosque. ¡Se guiaba
por Vina y Eutenia! Y supo que
continuaría hasta averiguar lo que sucedía… Boros recordó aquel sonido pausado,
como si alguien caminara por el mismo sendero. Ya no dudo de que alguien
caminaba a su encuentro. Escuchó los pasos que se acercaban. En su corazón
sintió que aquel momento no
lo olvidaría jamás. Que no olvidaría a esa figura que se
acercaba. El hombre le tocó la cabeza con su mano y entonces pudo preguntar:
—¿Quién eres?
—Ya te lo he dicho. —respondió el
otro con gran firmeza y al que su rostro nunca pudo conocer.
Boros volvió a preguntar:
—Pero ¿Por qué?
—Porque escuchaste. Por que estas conectado
a los que hablan a los pensamientos. Por que sabes escuchar a la naturaleza…
El extraño dejó de hablar y por primera vez
sintió el silencio profundo de una mente. Sabía que debía hablar y junto a las
palabras del extraño por primera vez dijo las palabras que lo marcarían para
toda la vida:
—Tengo un don que no debo perder. Silencio
en la mente ante todos tendré... —entonces supo que debía continuar solo—: Y
este será mi acto de libre voluntad.
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