I
Todo comenzó una tarde de domingo
cerca del lago. Como se conocía mi gran interés por los ovnis, me preguntaron
si estaba enterado de la próxima aparición del globo rojo.
Con mi gran curiosidad innata, pregunté:
—¿Qué globo Rojo?
—Es una esfera de ese color que aparecerá dentro de cinco días, en Villa
Vicario —me respondieron.
No pude salir de mi asombro, y en la conmoción del momento pensé que ya
tendría que estar avisando a todo el mundo. O sea a mis conocidos que, luego,
lo transmitirían a sus allegados y así, en su momento, lo sabría mucha gente.
Hasta pensé en avisar a través de una radio difusora, pero enseguida me di
cuenta de que esa idea venía de mi gran emoción.
No pasaron tres días que, hablando del tema con la gente del pueblo
conocí cinco chicos que estaban enterados de los futuros posibles
acontecimientos. Era el premio al esfuerzo de haber hablado, durante casi dos
jornadas completas, y no desaproveché la oportunidad de seguir informándome.
Le pregunté a uno que llevaba el pelo largo casi hasta la cintura, al
mejor estilo heavy metal. En
realidad, tres de ellos tenían el pelo largo, los otros dos corto; uno era
rubio, y el otro llevaba anteojos. El heavy
comentó:
—Se trata de una vieja historia del pueblo de Vicario, y es de hace unas
décadas. Allí vivía un hombre llamado Narciso, que al parecer era muy malo. No
se llevaba bien con los adolescentes. Siempre los amenazaba con que iba a traer
el globo rojo —el muchacho luego de acomodarse la larga cabellera prosiguió—.
Ellos por supuesto aprovechaban lo dicho por este, para realizarle todo tipo de
bromas.
El muchacho de anteojos siguió con el relato:
—Parece ser que a él no le importó y siguió con el mismo cuento hasta
que, un bendito día, el tal Narciso murió.
El heavy interrumpiendo al
muchacho de anteojos:
—El pueblo no supo si entristecerse o alegrarse y quedo en silencio con
el acontecimiento.
Luego de dos meses, a mediados de verano, algunos pobladores dijeron que
les había parecido ver a Narciso caminando de noche, por el campo. Y la más
extraña prueba del suceso fue que al día siguiente, en la mañana y frente a las
playas, un gran globo rojo de más de tres metros de diámetro apareció flotando
en el aire. Nadie pudo creer lo que fue a contar al pueblo, la gente que
caminaba por la playa esa mañana.
Cuando el tercer muchacho terminó de contar, yo no supe que decir.
Cierto era que nunca había oído una historia como ésa. Pero tampoco me
convencía de que fuera verdad, y también me desilusionaba tal vez no poder
concretar mi idea de ver un ovni. Igual les dije que resultaba una historia muy
entretenida y ellos, en suma, me dijeron que pensaban del mismo modo. Pero, por
pura curiosidad y diversión, también tenían pensado el domingo ir a ver que
sucedía en Villa Vicario.
No voy a negar que me tentara la posibilidad de aventura. Además cuando
luego, el de anteojos dijo:
—¡Muy posiblemente no pase nada! —entendí que esa era una probable
verdad, pero aun así sería interesante ir a ver si sucedía algo, y les dije que
iría de buena gana.
Arreglamos que nos encontraríamos los seis, al día siguiente, ahí entre
los árboles, frente al mar.
Al otro día, a media tarde, estábamos todos hablando entusiasmados,
hasta que uno de los chicos, el último en llegar y quien, de tan exaltados, no
le habíamos dejado decir palabra, comentó:
—Por la televisión están haciendo un reportaje a una señora que vive en
Villa Vicario, y ella cuenta la misma historia que Narciso, y afirma que es
verídica.
El muchacho vivía a pocas cuadras de ahí, y al trote fuimos a ver la
entrevista a la señora.
“Era cierto parecía muy extraño que fuera verdad. Pero ahí estaba la
historia del globo rojo en el noticiero”.
Cuando llegamos a la casa de este muchacho, su madre miraba la TV de la
cocina, y nos invitó a sentarnos a la mesa redonda, a ver a esta otra señora
que aparecía en televisión contando la historia.
La de la nota tenía el pelo blanco, y unos setenta años de edad,
calculé, mientras miraba el reportaje. Parecía una campesina.
De fondo, se podían ver unos pastos verde claro, típicos de los campos
en las afueras de la ciudad. El periodista era Valentín Branco y preguntaba:
—¿Pero esta segura, que esa historia es verídica?
—Le repito que yo misma conocí a Narciso, y fui testigo de una de las
apariciones del globo rojo.
—O sea, que no apareció una sola vez.
—En ningún momento dije que fuera una sola vez. Por lo menos, cinco
veces, si mal no recuerdo.
—Y dígame… ¿El resto del pueblo cree en Narciso? ¿Toda Villa Vicario
cree en la historia del globo rojo?
La entrevista continuó dando vueltas siempre en torno a lo mismo, y nos
aburrimos de verla, aunque estábamos bastante sorprendidos con todo aquello.
Ya no había más nada que hacer, y nos dispusimos a irnos, pero antes
arreglamos con los muchachos que nos encontraríamos el viernes antes de la
noche, para salir a tomar algo y dar unas vueltas por el centro.
Ese mismo viernes, nos encontramos a media tarde en la calle Vitorica.
Caminamos un rato por sus angostas veredas, buscando un bar que fuera de
nuestro gusto. El mismo tema seguía dando vueltas y por fin arreglamos que en
vez de salir y acostarnos tarde, como solíamos hacer, nos iríamos a dormir
temprano para levantarnos a las seis en punto y partir hacia Villa Vicario, que
se localizaba a unos cuarenta kilómetros.
Al amanecer, nos encontramos en el borde de la plaza que baja hasta la
costa, a un costado de la autopista a Villa Vicario. Yo iba en bicicleta igual
que otro de los chicos, mientras dos iban en dos motos y el resto, en un
fitito.
Antes de que saliéramos nos sorprendió la emisora de TV de nuestra
ciudad con el reconocido periodista Valentín Branco. Lo miramos asombrados
mientras él le decía al camarógrafo que bajara de la camioneta para filmarnos
que él nos preguntaría si nuestros preparativos a hora tan temprana del sábado,
eran para ir a ver al globo rojo.
Al parecer sin que nos diéramos cuenta, como ocupábamos una parte de la
rotonda de entrada a la ciudad, debíamos de estar llamando la atención: Por eso
la camioneta del canal, ávida de noticias sobre el globo rojo y buscando algo para
el noticiero de la mañana, se detuvo frente a nosotros.
Nos quedamos hablando con Valentín Branco durante unos minutos. Nos
preguntó a qué nos dedicábamos. Yo dije que era estudiante y ahí me enteré de
que tres de los chicos que viajaban en el Fiat 600, tenían una oficina dentro
de la Dirección General de Rentas. Una oficina privada, cosa que me extrañó
mucho, porque se trataba de un ente estatal. Estos muchachos, el cual uno era
el de anteojos, contaron como las ya conocidas privatizaciones habían llegado a
eso, y como habían entrado al ente con su pequeña oficina privada, al fondo de
un pasillo dentro de una de las dependencias de la empresa estatal. Luego
Valentín le dijo al camarógrafo que cortara. Branco parecía muy contento con la
nota y ante la emoción de tener ya algo desde tan temprano, arregló con
nosotros, que nos seguiría con la camioneta durante los primeros cinco
kilómetros para filmar nuestra salida en dirección al pueblo vecino.
II
Arrancamos dos en bicicleta, dos en
moto y el resto en auto, con la camioneta del canal que nos seguía y nos
filmaba.
Valentín con el micrófono extendido por la ventanilla delantera, iba
preguntando qué esperanzas teníamos de ver al globo rojo.
Enseguida noté que estábamos yendo bastante rápido y que el otro chico
de la bicicleta era un verdadero ciclista. No era que yo no supiera andar,
porque en verdad me consideraba buen ciclista y
estaba en buen estado. Pero también era cierto que resultaba bastante
difícil seguir la marcha de la caravana, y muchas veces me quedé atrás, y tuve
que pedalear fuerte para alcanzarlos.
Valentín fue pasando el micrófono a uno por uno y todos iban opinando
yo, como siempre, venía bastante atrás. El, con el micrófono y yo, a puro
pedaleo, intentamos acercarnos para que pudiera dar mi opinión al noticiero de
la tarde, y cuando pude decir “no sé”, la bicicleta se me movió y estuvo a
punto de quedarse debajo de las ruedas traseras de la camioneta.
Cuando empezamos a pasar ante el parque industrial, la camioneta del
canal dio media vuelta en la rotonda y se perdió rumbo a la ciudad.
Seguí pedaleando con fuerza para seguirles el ritmo a los demás. Uno de
los que iban en moto, me propuso que me agarrara de él para no tener que seguir
pedaleando. Pero desistí de la propuesta.
Tenia muy fresco, todavía, el momento que casi había chocado con la
camioneta, y preferí seguir como estábamos.
Ya eran las once, el cielo se veía bastante claro, mientras una nube de
smog, como una larga mancha gris, descansaba a baja altura en el cielo turquesa
de esa mañana.
A eso del mediodía, el parque industrial había quedado atrás y, por fin,
pudimos volver a ver al mar.
Paramos a descansar junto a la rambla y nos quedamos a comer unos
sándwiches que uno de los muchachos había llevado. Más exactamente, el que nos
invitó a ver la TV con su madre, la cual de buena gana, preparó provisiones
para cuando paráramos a descansar, camino a nuestra extraña aventura.
Cerca de donde nos encontrábamos, dos hombres, a quienes en un
principio, no dimos la menor importancia, permanecían en la rambla mirando el
mar, absortos en una conversación que nos pareció, por lo menos a mí, de lo más
profunda. Un rato después, entre risas y carcajadas, terminamos por llamarles
la atención nosotros a ellos. Se acercaron y, luego de presentarse, nos
preguntaron a dónde nos dirigíamos.
Enseguida les contamos a dónde íbamos y uno de ellos, el más alto y
grandote, de anchos bigotes, preguntó:
—¿No oyeron hablar sobre el globo rojo?
Entusiasmados respondimos
—¡A eso venimos!
Nos pusimos a hablar del tema como si fuera la primera vez, pero en esta
ocasión, con dos nuevos integrantes, más adultos que nosotros.
—Nosotros también vamos a ver el globo rojo, pero todavía no estamos muy seguros de ir o no
—dijo el más flaco y bajo de los dos.
—Por que, si bien vimos la
historia de la señora por TV, pareció una historia de campo, de ésas que se
cuentan en los pueblos — agregó el de bigotes.
Todos concordamos en eso, que no era más que una historia de las que se
cuentan en los pueblos, pero uno de los muchachos, en nombre de todos,
dijo:
—Igual iremos a ver si pasa algo.
Esto último pareció convencer a los dos hombres. El de bigotes agregó:
—Somos los dueños de la estación de servicio con parada de ómnibus, que
está enfrente de la rambla, del otro lado de la ruta.
—No queremos hacerles perder más tiempo. Espérennos cinco minutos, que
le avisamos al chico que trabaja en la
estación de servicio que nos vamos, y enseguida venimos con un coche —agregó el flaco.
Los hombres nos resultaron agradables y buena gente, y aceptamos
gustosos. También les dijimos que, si tardaban un poco más, no mucho, no se
preocuparan que los esperaríamos.
Cinco minutos después, estábamos otra vez rumbo a Villa Vicario. Ahora,
con dos autos, dos motos y dos bicicletas.
El hombre de bigotes iba del lado del acompañante y no dejaba de
gritarnos y animarnos para que los dos ciclistas siguiéramos pedaleando.
La cosa era que, con este nuevo vehículo y los gritos del hombre de
bigotes, estábamos yendo más rápido que antes. Los autos en la ruta pasaban por
mi lado, formando bolsas de viento que me obligaban a zigzaguear
peligrosamente.
Luego de una hora y media, pasamos por la terminal ferroviaria cercana a
Villa Vicario y el aire fresco, más la ruta que ahora venía un poco en bajada,
ayudaron a mis últimos esfuerzos de pedaleo.
Pasamos por debajo del puente del ferrocarril y salimos a la bajada del
pueblo, entrando en las pocas cuadras de ciudad del lado de la playa.
La mayoría de las casas de Villa Vicario, eran de paredes blancas y
tejas rojas, en un bello juego de colores con el verde del campo y el horizonte
marino de fondo. Nos dirigimos a una casa y uno de los chicos, el de anteojos,
ni bien paramos frente a ella, subió rápido la escalera y abrió la puerta.
Todos entramos en la cocina y alguno de los muchachos guardaron cosas en la
heladera. Cuando pregunté, un poco en serio, un poco en broma:
—¿Pensamos quedarnos mucho tiempo?
—Sí, todo el fin de semana —me respondió el heavy de pelo largo.
Me sorprendió la noticia, porque el domingo tenía que estudiar. Además
de que no había avisado en casa, porque creía que volveríamos el mismo día.
Repliqué entonces:
—¡Che, podrían haberme avisado!
Todos, incluidos los dos hombres, que también fueron invitados a la
casa, trataron de convencerme de que me quedara. Aparte, no sabíamos si el
globo rojo iba a hacer su aparición el sábado o el domingo.
Casi me habían convencido, cuando pedí permiso para hablar por teléfono
y avisar que no volvería ese día. Me atendió la operadora, y le pedí el número
de la remiseria. La chica dijo no sé qué y empezó a dictar rápidamente un
número. Entonces pregunté:
—Disculpe ¿Que ha dicho?
—¡El número que doy es el correcto! —respondió, como si la sorprendiera
mi pregunta. Luego volvió a decir la misma frase incomprensible y a repetir el
número de teléfono, tan rápido, que no me dio tiempo para anotar. Entonces le
dije:
—Puede repetirlo, porque de tan rápido que lo dicta no me da tiempo para
anotar.
Cortó y me dejó con el auricular en la mano, oyendo el tono de la línea
vacía. Pensé entonces que, de volver a llamar, la telefonista me reconocería la
voz y volvería a cortar. Desistí del intento.
A la casa había entrado alguien más, y una pared me impedía ver quien
era, y quise ir a ver si la chica estaba tan buena como decían. Entonces colgué
y dejé la llamada para más tarde. Pensé, también, en volver en bicicleta por la
ruta. Pero ya media tarde y pronto bajaría el sol y, aunque casi me decidí a
salir rápido, supe que no llegaría muy lejos antes de que la noche me atrapara
en medio de la ruta. No era miedoso, pero ya estaba bastante asustado con
manejar de día, como para ir de noche sin luces, con todos los autos pasándome
por al lado.
Volví a la cocina a ver a esa muchacha. No era muy alta, pero sí muy
linda, y hablaba como loro con los chicos explicando no sé qué embrujo para
llamar al alma de Narciso, cosa que me pareció muy de mal gusto. En realidad no
era esa la razón, sino que no tenía ganas de que lo hicieran. Pero la persona
más inquieta del grupo, el hombre de bigotes, bajando unos escalones hasta un
patio sin techo que daba a una alta terraza, desde donde se podía ver el
horizonte del mar atardeciendo, dijo:
—Hagámoslo antes de que la noche termine por llegar.
III
De ahí en adelante todo pasó muy
rápido. La chica se puso junto al hombre y dijo:
—Yo voy a ser la primera en decir el conjuro.
Empezó a pronunciar extrañas palabras. Luego pareció como si estuviera
poseída, y con gran fuerza empujó primero al hombre de bigotes, que no era
pequeño, y empujándolos hacia atrás, golpeó a cada uno de los demás en el
pecho.
A mí no llegó a golpearme, porque me alejé y no pareció verme.
Luego de eso, con voz rara, la chica dijo:
—Ahora deben hacerlo los demás.
—Estoy de acuerdo —dijo el de bigotes junto con algunos muchachos que
afirmaron con la cabeza, mientras la única negativa era la del compañero de bigotes y la mía.
Ayudados por la chica en el ritual, empezaron con el conjuro. No perdí
tiempo y empecé a correr como loco buscando la salida de la casa, porque me
daba cuenta de que era un verdadero laberinto. Pero que en mi nerviosismo no
podía encontrar una salida.
Las extrañas frases se oían desde la cocina. Luego de un momento creí
entender la forma de la casa, y en eso se oyó un grito terrorífico como si
mataran a alguien. No dudé ni un segundo: era la voz del otro hombre, el amigo
del de bigotes. Tampoco dudé de la locura colectiva de los que estaban ahí, ni
cuál era la causa de ese grito y qué le habían hecho al pobre hombre. Porque no
había aceptado repetir el conjuro. No pude seguir sacando conclusiones por que
una fuerte voz proveniente del mayor del grupo, dijo —¡Atrapen al muchacho!
¡Atrápenlo!
Salí corriendo y, de un salto, bajé las escaleras. El de bigotes me
seguía de cerca pero tuve la distancia suficiente como para agarrar la bici y
salir a la carrera. El hombre corría rápido y estaba a punto de alcanzarme,
pero subí y empecé a pedalear por una calle en subida, que la recorrí como si
fuera una recta. Pasé por debajo del puente ferroviario y salí a la ruta. Era
de noche, estaba muy oscuro, y después de eso no recordé más.
Cuando desperté, todos me rodeaban, los
muchachos y los dos hombres, y dijeron al unísono:
—¡Sorpresa!
El terror se apodero de mí. No sabía que me
había o que me habían hecho, ni dónde estaba.
La luz que entraba por una ventana me
indicó que era de día y que, posiblemente, estuviera en el hospital. Otra gente
conocida también estaba ahí, y eso me tranquilizó. Uno de los chicos, como si
yo fuera una especie de héroe, dijo:
—¡Volviste pedaleando dormido!
Todos, hasta algunos conocidos, inclusive,
lo confirmaron como si fuera la más pura verdad. Me pareció de lo más extraño
que había oído, y entonces dije —¿Cómo que volví pedaleando dormido?
Me lo repitieron y agregaron que ya estaba
comprobado, que me habían encontrado cerca de la entrada de la ciudad el sábado
a la noche, dormido y tirado a un costado de la ruta, y que una ambulancia me
había llevado al hospital.
Otra de las cosas que me sorprendieron
entre el palabrerío que oí todavía medio dormido, fue que eso había pasado casi
cuarenta y ocho horas atrás, y que hoy era lunes.
Luego de eso, desperté.
Eran las ocho de la noche y estaba
oscureciendo. Me había acostado a las seis de la tarde. Fue uno de los sueños más extraños que jamás he tenido. Dudé un
poco, y luego empecé a escribir.
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